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Las élites monetarias nos seguirán bombardeando

Christine Lagarde, presidenta del BCE.

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La reunión de Jackson Hole, un encuentro anual a finales de agosto para banqueros, tecnócratas y académicos al que los medios dedican generalmente poco espacio, ha confirmado la tendencia de endurecimiento de la política monetaria: los tipos de interés se mantendrán altos y, de modificarse, continuarán siempre hacia arriba, dada la supuesta resistencia de la inflación en los países que más cuentan. No obstante, todo cambio se implementará “de manera cuidadosa”, como afirmó el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, en un intento por congraciar en su discurso la radicalidad de los halcones con la mayor preocupación con el crecimiento —y, por tanto, con los niveles de empleo— de las palomas, dos escuelas de matices que conviven en los consejos de gobierno de los distintos bancos centrales.

El equilibrio entre estos leones y zorros de la banca central arroja un otoño financieramente frío y seco, que explica parcialmente las cada vez más repetidas previsiones de recesión. No hay que descartar que una crisis moderada sea en parte un objetivo de estas instituciones: para Powell —dirigente del que Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo (BCE), tiende a separarse bien poco—, el empleo parece a veces un obstáculo para alcanzar el santo grial de la estabilidad de precios —un 2% de inflación interanual—; de ahí que a la distancia menguante entre el nivel de paro efectivo y el de pleno empleo se le atribuyan expresiones como la de ‘mercado laboral rígido’. Un cierto nivel de ejército de reserva de desempleados sigue siendo un buen ungüento para la flexibilidad del sistema; en su momento, aquello se denominó ‘tasa de desempleo no aceleradora de la inflación’, y ahora, ‘resistencia del empleo’.

La política monetaria no siempre ha sido la misma; es más, esta se adapta continuamente a las circunstancias y vive en un constante debate. Cambió cuando los bancos centrales comenzaron a imitar la política expansiva japonesa en plena crisis financiera: tipos bajos, compra de activos financieros con riesgo, adquisición de deuda pública de los Estados en el mercado secundario… Pero, pese a estas adaptaciones, la narrativa de la lucha contra la inflación de los años setenta parece haber dejado una marca indeleble. Jerome Powell tiene casi siempre espacio en sus discursos y declaraciones para recordar al expresidente de la Reserva Federal Paul Volcker, con el que los tipos de interés llegaron al 20% —casi cuatro veces más que en la actualidad—, y con el que el paro alcanzó el 10% en los Estados Unidos.

Por entonces, la inflación quedó vencida, pero el insecticida industrial monetario contribuyó a propulsar un cambio entonces ya en marcha en EEUU y otras naciones: la desindustrialización y la pérdida de resiliencia económica, el desarme de los sindicatos, las crisis de deuda soberana en América Latina, la acelerada transición hacia una desigual economía de los servicios dominada por las finanzas, y el ascenso del dólar como la moneda mundial de reserva y el aval para la expansión del consumo interno en los EEUU. La primera potencia mundial cambiaría un bienestar productivo impulsado por las uniones sindicales y la economía real por uno satisfecho por un consumo y unas importaciones tecnológicas financiadas a crédito. Las burbujas sacaron el Champagne. Donald Trump, que se había aprovechado del auge inmobiliario durante los años ochenta, se haría con el poder político casi cuarenta años después, denunciando precisamente una política desindustrializadora que estaba detrás de su gloria financiera.

Pese a todos los efectos negativos que la política de finales de los años setenta trajo consigo, la doctrina Volcker, la que persigue aguantar con medidas insufribles para preservar la legitimidad de la política monetaria —y con ello, la del Estado y sus elites afines—, sigue representando la esencia en Occidente, y algo más que un reflejo primario cuando los nubarrones se hacen fuertes. Seguir en el tren de los países desarrollados exige vencer a la inflación, y después, y en su caso, tratar de sanar los efectos secundarios de la guerra con pomadas institucionales.

De nada parece servir que los brotes inflacionarios contemporáneos se deban a un mundo que todavía no alcanzamos a entender y menos a modelizar: la guerra tecnológica entre las grandes potencias, y la militar que padecemos en Europa, las crisis de oferta de productos que atraviesan inciertas cadenas de valor, las prácticas especulativas que escapan a todo control institucional, los desafíos de un cambio climático que genera un factor adicional de imprevisibilidad y que multiplica los precios de numerosos recursos…

Subir los tipos para luchar contra la inflación es, en estos momentos, cumplir con el papel del banquero central dominante, más pendiente de castigar el Yuan chino que de atender prioritariamente a la economía real. Su influencia continúa sin control parlamentario alguno en este interludio crítico y rebosante de incertidumbre. La tecnocracia mundial continúa guiando el rumbo de las sociedades más y menos avanzadas con un parche en un ojo y una apertura de miras insuficiente en el otro. El debate democrático, la crítica y la disidencia deberían seguir creciendo en este tipo de instituciones. Muchas veces, las investigaciones disidentes solo necesitan algo de tiempo para acabar siendo de dominio común. Quizá es que la verdad tarda en imponerse; tal vez por el aislamiento de sus portavoces, pero es posible, también, por las enrevesadas carreteras que nos llevan a lugares como Jackson Hole, situado en aquellas Montañas Rocosas de Wyoming donde antaño se resguardaran criminales y otros prófugos de la justicia. Esperemos que este no sea el caso.

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