El fin de los partidos y la democracia

No voy a –no puedo– ocultarlo. La irrupción de los Guanyem/Ganemos  me ilusionó con el principio del fin de los partidos políticos tal y como los conocemos. La mecánica era tan simple como dejar discurrir las olas del desbordamiento que se llevaban produciendo desde el 2011: Democracia Real Ya-Acampadas-Barrios-DispositivosPost15M-Mareas-Podemos-Ganemos...

Guanyem era la jugada perfecta: una organización formada por personas de gran experiencia y valía, partícipes del terremoto político que lleva sacudiendo Barcelona y España en los últimos años, con una cara visible que rebosa legitimidad social, Ada Colau, capaz de liberar a Excalibur de la roca y condicionar al resto de fuerzas políticas de un determinado espectro ideológico para unir sus fuerzas, so pena de quedarse fuera de la foto de una plausible “mayoría social”.

“La mecánica es muy simple”, pensaba yo. Lanzar una organización atravesada por las lógicas y los métodos quincemayistas, refinados y perfeccionados, donde las primarias abiertas y la construcción colaborativa del programa sustituyesen a las dinámicas internas clásicas de los partidos. Así, cualquier partido que quisiera colaborar en la creación de un Ganemos tendría que presentar a sus candidatos a  esas primarias, con el consiguiente riesgo de quedarse fuera, claro,  lo que acarrearía perder derechos sobre las subvenciones e ingresos derivados de la obtención de cargos electos.

En este escenario, los partidos irían abandonando su posición de poder, de intermediario forzoso, entre a gente y las Instituciones. Proliferarían las agrupaciones de electores, formaciones constituidas ad hoc para cada cita electoral, con ciclos vitales equivalentes a una legislatura, sin posibilidad de degenerar en aparatos, en redes clientelares, en núcleos de poder.

Esta dinámica se replicaría, desde lo municipal, creando una red orgánica de agrupaciones mutantes, sin aparatos estables, que se organizarían desde la circunscripción provincial, reconociéndose los nodos por las prácticas y por unos mínimos programáticos que funcionarían como fronteras de lo que es y no es la regeneración democrática.

Finalmente, los procesos de confluencia municipalista no han resultado ser ese líquido disolvente con el que fantaseaba, sino que se han revelado como construcciones sociopolíticas de una gran complejidad. De hecho, son destacables los casos de las dos ciudades más importantes, Ahora Madrid y Barcelona en Comú, donde se ha conseguido, finalmente, aunar en un mismo frente electoral a partidos, movimientos sociales y vecinales. Ha sido en torno a partidos instrumentales, pues la legislación electoral castiga a las agrupaciones de electores con notables desventajas en cuanto a la financiación o en el acceso a las diputaciones provinciales. Lejos de desaparecer, los partidos que han aceptado confluir en estos experimentos municipalistas han ostentado posiciones fuertes a la hora de negociar las listas o la dirección estratégica de la campaña..

Sin embargo, debemos aplaudir las sensibles transformaciones que hemos empezado a ver: las primarias de Ahora Madrid y su método de selección de candidatos, la elaboración del código ético de Barceloa En Comú o las primarias para elegir a los regidores de distrito. Es difícil pensar que estos avances se hubieran dado por sí solos, sin el empuje de estas iniciativas de inspiración popular. También hay que reconocer el esfuerzo de decenas de candidaturas que han pasado las últimas semanas recogiendo avales para crear sus agrupaciones, sorteando las dificultades de la LOREG, haciendo calle y dándose a conocer entre sus vecinas y vecinos.

Pero, ¿por qué fantasear con el fin de los partidos? Para ser francos, no es su mera existencia la que distorsiona un funcionamiento realmente democrático de la política. Como decía anteriormente, es su posición de intermediario forzoso la que les otorga un poder exacerbado. El ordenamiento jurídico les otorga un estatus constitucional pero no abunda en las garantías que deben asegurar un funcionamiento democrático. Los partidos políticos suelen ser escenarios de guerras internas de poder -y se pueden encontrar ejemplos en absolutamente todos ellos-. Los partidos reproducen una política basada en la competición, que choca con lo que debiera ser un práctica cooperativa para tomar decisiones que beneficien al conjunto de una comunidad. De hecho, hay estudios que demuestran que el comportamiento de las élites de los partidos suele ser irracional, en relación con el objetivo y las normas electorales.

Frente a opiniones como la de Sartori, que defienden el papel de los partidos como procesos de selección de las personas mejor preparadas para desempeñar cargos públicos de representación, me parecen más acertadas críticas como las de Bourdieu, que perciben a los partidos como maquinarias de producción de élites dominantes, con una formación, unos saberes y un lenguaje propios. Tenemos, en los ecaños del Congreso, en los parlamentos autonómicos y en no pocas alcaldías, demasiados especímennes de lo que Aleix Saló llamó el Vampirus Ibericus.

Si bien la teoría jurídica nos habla de un Estado de Derecho, donde el Poder Legislativo representa a la voluntad popular, manifestada libremente a través de unas elecciones, y persigue el interés general, la práctica es bien distinta. Al ser los partidos los únicos entes de representación forzosa, se convierten, por un lado, en poderosas empresas de colocación en cargos dentro de la administración, por otro, en concesores de suculentos contratos públicos. La toma de decisiones no se produce en las cámaras legislativas y los debates no representan más que una liturgia, una obra de teatro, pues las decisiones de los que se va a proponer y votar se cocinan en los despachos de las ejecutivas de los partidos, que se traen los deberes hechos de casa. Con esta dinámica parlamentaria, más valdría situar a un representante de cada partido en el Hemiciclo y otorgarle un voto ponderado, proporcional al peso en escaños que obtuviese su partido en las elecciones.

Otro efecto colateral de esta partitocracia es la facilidad que tienen los lobbys para actuar ya que, estando el poder de decisión centralizado en pocas manos, es relativamente poco costoso realizar el ejercicio de presión. Si las decisiones que se toman en sede parlamentaria pudieran ser votadas y vetadas por la gente, la actividad lobbista perdería gran parte de su sentido y utilidad.

Las conclusiones que presento son bien sencillas. La tan cacareada Regeneración Democrática que necesitamos parte de dos pilares fundamentales: una participación política ciudadana y una rendición de cuentas reales, ambiciosas. Esto significaría detraer de los partidos gran parte de sus privilegios como intermediarios a lo que, lógicamente, se van a oponer. La manera de forzarlos sería legislar pero, para ello, ¡hay que montar un partido!. No pinta bien la cosa... pero tendremos que confiar en que los nuevos partidos que asoman rechacen, en su momento, unirse al cártel, sean valientes y apuesten por más democracia.