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OPINIÓN | 'Un berenjenal necesario', por Elisa Beni

'Fodechinchos'

Muxía, A Coruña.

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Como país turístico, España está cada vez más ocupado -en todos sus extremos- por visitantes, grupos, familias y cuadrillas procedentes de diferentes partes del mundo convirtiéndose en lo que ya se denomina “turismo de masas”, del que no son ajenos nuestros compatriotas del interior. El abaratamiento de los viajes y la corriente cultural que nos impulsa a recorrer el mundo como forma de emplear nuestro ocio son la causa de estos desplazamientos tumultuarios temporales, que llenan enclaves de moda con bulliciosos visitantes ávidos de disfrute en un corto periodo de tiempo llevándose por delante todo lo que se encuentran. “Hoy puede viajar cualquiera”, dicen con displicencia los viajeros elitistas de otros tiempos, sorprendidos de encontrarse en pleno Manhattan a la familia española del ujier de su Ministerio. De este efecto abrumador no están libres otros territorios muy codiciados de nuestro entorno, como el resto de países del Mediterráneo o ciudades emblemáticas como París y Londres. 

Las consecuencias de la masificación turística puede coincidir con el descontrol subsiguiente en tiempo de vacaciones lo que altera gravemente la vida de la ciudanía local, impide el natural descanso de quienes han de trabajar cada mañana, puede llegar a perjudicar la preservación del entorno natural e indigna a los que nos vemos afectados por un crecimiento desmesurado del vecindario sin que nuestros barrios y localidades estén preparados para ello, desde el punto de vista higiénico, espacial o de servicios públicos. A causa de este desequilibrio entre la oferta y la demanda, el crecimiento de los precios en alimentación o el consumo en bares y restaurantes suele ser exponencial sin olvidar que resulta demoledor para la vivienda que experimenta un escandaloso incremento con alquileres estratosféricos, sobre todo, a causa de la proliferación salvaje de los alojamientos turísticos, muy a menudo sumergidos en el mercado negro.

El alcohol lo empeora todo y las borracheras de jovencitos y jovencitas fuera de control, en algunos lugares de nuestras costas, han acabado por obligar a las autoridades a tomar medidas. Muchos ayuntamientos están empezando a tomar medidas drásticas contra los pisos de alquiler temporal y proliferan las localidades donde el vecindario ha tomado las calles en defensa de su tranquilidad. Esto nos permite pensar que quizás el secreto de la convivencia entre la población autóctona y la foránea esté en la regulación y en una intervención ordenada del fenómeno allí donde se presenta. El turismo nos da de comer pero podemos morir de éxito si no actuamos con acierto en defensa del bien común.

Una se pregunta quién gana con este trasiego de turistas de ida y vuelta, porque el país destino de viajeros es también emisor de veraneantes a otros lugares. Lo mismo ocurre en el interior de España: los que vienen a Galicia a veranear serán nuestros anfitriones cuando vayamos a ver sus museos, en busca de trabajo o asistamos a acontecimientos especiales en sus territorios. Nos dicen que la economía se beneficia de los ingresos que dejan en la hostelería, con la consiguiente repercusión en la disminución del desempleo y proliferación de negocios, aunque hasta los sindicatos reconocen que los beneficios en un sector laboral muy precario no lo son tanto. Bien lo sabemos en Vigo, donde el modelo acuñado por el alcalde Abel Caballero con la fantasía de las luces de Navidad tiene más que contento al sector empresarial de la hostelería pero furiosos a los vecinos y vecinas que viven en el lujoso enclave portuario donde se instalan la noria, los chiringuitos, los altavoces, la iluminación y el ruido sin tregua en los días navideños. Parece poco acertado provocar el sufrimiento de una parte para el enriquecimiento de la otra.

El rechazo al veraneante “de fuera” siempre ha sido un incordio para los del pueblo que han tenido que soportar con resignación a quienes vienen de la ciudad en la época estival y acaban con la paz local. El fenómeno transformó, en los años 60, las localidades de las costas mediterráneas a donde llegaban desaforadas avalanchas madrileñas deseosas de mar, sol y playa. El gobierno franquista aprovechó el fenómeno para desarrollar la industria turística con la primera campaña de publicidad –“Spain is diferent”- que tantos éxitos deparó al resultar un atractivo irresistible para gentes del interior y el extranjero. Benidorm fue ejemplo de urbanización feísta pero efectista de aquel momento, como Torrevieja, el Mar Menor, Torremolinos, etc. Ahora la moda parece haber cambiado por completo.

El calentamiento global es el elemento crucial a tener en cuenta para entender lo que está ocurriendo puesto que nuestras vidas se ven y se verán muy condicionadas por la respuesta del planeta a la acción devastadora del ser humano. El calor hace insoportable la vida a quienes lo padecen y España se desertiza a marchas forzadas con récords de altas temperaturas que se superan de año en año. Es lógico que los madrileños y madrileñas (tomo este referente por ser la capital la ciudad más poblada de España) prefieran el norte para el disfrute y descanso veraniego. Su llegada en cantidades inesperadas está sorprendiendo a propios y extraños porque Galicia, Asturias o Cantabria no son territorios de gran desarrollo turístico con servicios preparados para atender las necesidades de masas tumultuosas. Desde siempre, fueron destinos de un veraneante minoritario, de clase acomodada, más amante del descanso al fresco, el paseo por húmedos bosques y la lluvia en época estival que de achicharrarse al sol. “Qué tiempo tenéis en Galicia”, nos decían los parientes que nos visitaban en agosto y se encontraban nuestras playas sumergidas en las nieblas y poalleiras impensables para su veraneo. Esa premura por aprovechar todas las horas posibles sobre la arena bajo el sol en los escasos días de vacaciones anuales imprime a los asalariados en vacaciones una ansiedad que resulta una bomba insoportable para quienes la padecen en sus destinos estivales. 

Antiguamente, a los gallegos les pasaba como a los romanos, que desconfiaban de la gente procedente de fuera del terruño. Estaba muy grabado en la tradición identitaria de nuestros ancestros la imagen demonizada de los habitantes de Castilla, que inmortalizó Rosalía de Castro en el poema “Castellanos de Castilla”, incluido en su obra “Cantares Gallegos”. Era tan generalizada esa temática literaria que el profesor Xesús Alonso Montero dedicó una gran investigación a “El opresor foráneo en el cancionero popular gallego”. Más recientemente y por efecto del centralismo franquista, se idealizaba a la gente de la capital. “A ver qué dice Madrid”, era una frase habitual entre los carguitos locales del régimen dictatorial con un tono de autosuficiencia por saberse envidiados al tener acceso a las decisiones de la villa y corte. Muchos capitalinos fomentaron esa autosuficiencia y desprecio por los habitantes de la periferia y el agravio resultó ser de ida y vuelta, con un divorcio entre el centro y la periferia que debería desaparecer ante la fluida realidad cambiante de la globalización mundial.

Sin embargo, como las costumbres arraigadas son muy malas de arrancar, persiste una corriente de antipatía periférica a todo lo considerado capitalino (y viceversa, véanse declaraciones de Ayuso); este humor que se intensifica con la llegada de los veraneantes, a los que se llama “madrileños” porque vienen de más allá de El Padornelo aunque su lugar de nacimiento sea Badajoz, Palencia o Zaragoza. Incluso existe un apelativo -puede ser cariñoso o despectivo, según se utilice- para denominar a quienes protagonizan este movimiento demográfico temporal: son “fodechinchos”, en alusión a los deliciosos jurelitos que devoran los visitantes que, por lo general, se reciben aquí como agua de mayo para sanear nuestras cuentas. Incluso, hace poco, un hostelero coruñés anunció que cerraba su bar, harto de los molestos “tontos de la meseta” quienes, al parecer, tenían un comportamiento inapropiado, en opinión del propietario del establecimiento. Claro que sólo lo ha clausurado por unos días, pero ha bastado para desatar una polémica apasionada a favor y en contra del gesto porque algo así en verano ya se sabe que resulta una auténtica serpiente. Más allá de la anécdota, me parece muy curioso el comportamiento de los seres humanos que – seamos madrileños, gallegos, catalanes, andaluces o de cualquier lugar- nos consideramos propietarios de la tierra en la que nacimos o vivimos y rechazamos a los que tuvieron la suerte o la desgracia de hacerlo fuera. 

Nos comportamos como si los maravillosos parajes, el magnífico clima y la belleza de nuestro entorno nos perteneciera y el amor incondicional, el vínculo que nos fue inculcado con la tierra, su lengua, sus costumbres y su gente fuera el resultado de un mérito propio en lugar de un privilegio del que disfrutamos sin haber hecho nada por merecerlo. Porque nadie elige donde nace sino que este hecho es una suerte o una desgracia de la que somos ajenos. ¿Qué mujer elegiría nacer en Afganistán? ¿Quién renunciaría a venir al mundo en un país civilizado, socialmente igualitario y con todas las necesidades cubiertas?

Los que viajamos ocasionalmente a Madrid para trabajar o nos mudamos allí por motivos familiares o laborales nos sentimos tan madrileños como los que viajan con nosotros en el metro o soportan atascos, aunque hayan nacido en Carabanchel o Las Vistillas. Lo mismo ocurre con los madrileños que desean venir a nuestra tierra cuando les es posible porque no hay un solo residente desplazado que no sea bien recibido y cuidado por el vecindario tanto del rural como en el entorno urbano. Ser turista, viajero o veraneante no ha de ser causa de desprecio ni tampoco motivo de abuso para quien llega a una tierra distinta a la que reside. Los nacionalismos excluyentes, localismos egoístas, la xenofobia y el racismo son siempre muestras de intolerancia y generadores de odio. Aunque se disfrace de chascarrillo. 

Quienes viven de la fantasía de la capitalidad habrán de venir con humildad y respeto a la tierra que los acoge, aprender sus costumbres y agradecer que los locales compartan sus espacios y las maravillas de la naturaleza, sin prepotencia ni desprecios. En fin, los madrileños y madrileñas, a estas alturas, ya saben que en cualquier sitio se puede tomar una caña sin encontrarte con tu ex y que hay magníficos enclaves en este país donde el café con leche puede trasladarte al cielo si te lo tomas frente al sol de cualquier horizonte costero.

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