Franco se agarra a los jueces
Como diría el presidente de la Sala de al lado, Manuel Marchena, “no empezamos bien”. Que los cinco magistrados de lo Contencioso-Administrativo del Supremo que tienen que decidir si Franco se queda en el Valle de los Caídos se refieran a él como “jefe de Estado desde el 1 de octubre de 1936”, apenas tres meses después del inicio de la Guerra Civil, es un insulto a las víctimas del franquismo y a todos los demócratas.
Una afrenta también para quienes en los años más convulsos de la historia de España defendieron desde el alto tribunal la legalidad republicana frente a los militares que se alzaron, ellos sí violentamente, contra la Jefatura de Estado de Manuel Azaña, la única legítima en aquel momento. Para quienes pagaron con la vida, la cárcel o el exilio tener que enfrentarse a un golpe de Estado que desembocó en una guerra fratricida que dejó cientos de miles de muertos y un país sumido en la pobreza y el atraso durante los cuarenta años siguientes. Para quienes todavía hoy no tienen un sitio donde velar a sus muertos porque siguen sepultados en una fosa común o una cuneta.
Cuatro días después de la desafortunada frase, nadie ha aclarado si se trató de una torpeza fruto del copia-pega o una convicción de los magistrados en la línea de quienes defienden que el verdadero golpe de Estado lo dio el Frente Popular. Lo cierto es que, de esta manera, el Supremo de 2019 parece reconocerse en los tribunales militares que Franco creó en la zona nacional y no en la institución que, presidida por el magistrado Mariano Gómez González, se trasladó primero a Valencia y después a Barcelona, a medida que iba avanzando el frente de guerra del bando nacional. La Sala ni siquiera se ha preocupado en obviar la fecha del ascenso de Franco a la Jefatura de Estado o mantener una pulcra equidistancia entre los sublevados y las víctimas de la sublevación.
Y eso que Gómez González no era un comunista ni un anarquista peligroso sino un catedrático de Derecho que fundó, junto a Niceto Alcalá-Zamora, un partido que se llamó Derecha Liberal Republicana. Tras su paso por la política, presidió la Sala Militar del Supremo que juzgó y condenó a muerte al general Sanjurjo por su intento de golpe de Estado en 1932 – después fue indultado-, y en 1936 accedió a la Presidencia del propio tribunal tras intentar hacer frente a las matanzas indiscriminadas que se produjeron en las cárceles madrileñas tras el estallido de la Guerra Civil.
A pesar de adelantar tres años la Jefatura de Estado del dictador, en contra del criterio de los historiadores que la sitúan en 1939, los magistrados señalan en el auto que suspende cautelarmente la exhumación de Franco que resolverán el fondo del asunto en “un plazo razonable”, lo que frustra los ánimos dilatorios de los recurrentes: los siete nietos del general, la Fundación Francisco Franco y el prior falangista de la Abadía del Valle de los Caídos. También parecen insinuar que el decreto del Gobierno de Pedro Sánchez no será tumbado cuando señalan que “no hay duda” de que el “interés general” está presente en la resolución.
Y ese interés, convalidado por mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados con las únicas abstenciones de PP, Ciudadanos, UPN y Foro, no puede ser otro que sacar a Franco del Valle de los Caídos para que este enclave deje de ser el tenebroso monumento nacional que desde el 20 de noviembre de 1975 glorifica su legado. Si el enterramiento fue una cuestión de Estado, la exhumación también debería serlo y, si de lo que se trata es de relegar a Franco al ámbito estrictamente familiar, sus restos deberían ser reubicados en un cementerio discreto, como el de Mingorrubio en El Pardo, y no en la catedral de la capital del país al que sometió y a escasos metros del palacio al que solía asomarse para arengar a los fieles. Por muy privada que sea su cripta.
La enorme paradoja que conlleva la exhumación de Franco, que el Supremo debería intentar resolver cuanto antes para evitar que su imagen siga cayendo en picado en un curso especialmente negro por la catastrófica gestión de la crisis de las hipotecas, es que los nietos del dictador se hayan encomendado a la Justicia, tantas veces pisoteada por su abuelo, para intentar paralizar el procedimiento.
Lo intentan en el Supremo, pidiendo primero la suspensión cautelar y después la nulidad del decreto del Consejo de Ministros, y lo consiguieron parcialmente en los juzgados de lo Contencioso-Administrativo de Madrid, donde buscaron al singular juez José Yusti Bastarreche, recusado por sus abiertas críticas a la Ley de Memoria Histórica, para que paralizara la licencia de obra necesaria para levantar la lápida.
Y seguirán intentándolo. En el Constitucional y en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ante los que previsiblemente denunciarán la supuesta violación de los derechos fundamentales de los Franco-Martínez Bordiú a la libertad religiosa y a la intimidad personal y familiar. Franco y los derechos humanos, la gran broma final.