Frente al TTIP, un otoño de luchas
En el primer capítulo de La Riqueza de las Naciones, escrito en una época en la que servicios públicos como el sistema de pensiones o la sanidad pública eran inconcebibles, Adam Smith, precursor y defensor de la teoría liberal sobre el comercio internacional, defendía el papel que debía asumir el Estado como garante de la defensa, justicia, obras e instituciones públicas, así como de aquellos “gastos de los soberanos” entre los que se incluían la educación y la cultura.
Tres siglos más tarde, en una Unión Europea dónde las grandes decisiones no se toman en el Parlamento Europeo, sino desde organismos que adolecen de un enorme déficit democrático –Comisión Europea, Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional-, y en una España donde se inyectan ingentes ayudas económicas a transnacionales en detrimento del bienestar de la mayoría de la población, cabría preguntarse sobre la posibilidad, no ya de una democracia participativa en la que podamos incidir sobre aspectos que afectan enormemente a nuestras vidas, sino de una democracia representativa en la que el principal regulador sea el Gobierno electo y no las grandes transnacionales que dominan el mercado.
Estos días se están llevando a cabo numerosas manifestaciones en todo el Estado para decir no al secuestro de la democracia representativa, no a la dilapidación de nuestras conquistas sociales, y, en definitiva, no al TTIP. El Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión o TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership) es un Tratado de Libre Comercio que con absoluto secretismo se está negociando entre las élites políticas de Estados Unidos (EEUU) y la Unión Europea (UE). El Acuerdo busca hacer compatibles un gran abanico de normativas actualmente vigentes en ambos lados del Atlántico, en aras de poder aumentar tanto la cantidad como la variedad de productos y servicios que se comercian entre EEUU y la UE. Todo ello en un contexto en el que la crisis financiera y económica que azota a occidente, junto al buen desempeño económico de otras potencias como China, debilita la posición de EEUU y la UE como las dos grandes potencias económicas en el mundo.
Las normativas a homogeneizar afectan a áreas cuya regulación está actualmente bajo el control de gobiernos nacionales o sub-nacionales: protección medioambiental, salud, laboral, contrataciones públicas y servicios públicos, derechos del consumidor, medidas sanitarias y fitosanitarias, energía y materia prima o privacidad de usuarios de internet, entre otras. Dado que la regulación en estos ámbitos es mucho más laxa en EEUU que en la UE, los grandes grupos de presión de las transnacionales participes en los procesos de negociación apuntan a rebajas, cuando no eliminaciones, de una serie de conquistas históricas que hasta hoy parecían encontrarse consolidadas en muchos Estados europeos.
Este tratado es de obligado cumplimiento para los Estados que lo firmen; en términos jurídicos se ubica jerárquicamente justo debajo de la Constitución de cada Estado. Esto implica que, además de que el conjunto de leyes nacionales específicas puedan ser modificadas, la aplicación del tratado puede actuar de eje orientador de la política interna de cada país. Otra vuelta de tuerca más en la implantación y profundización del modelo neoliberal en Europa. Y por dotar de nombres y apellidos a ese modelo neoliberal, habría que hablar de reformas laborales regresivas para los trabajadores, pérdida de derechos para los consumidores, desmantelamiento y deterioro de lo público, aumento del poder de los agentes empresariales transnacionales y pérdida de soberanía democrática de los Estados.
El TTIP ha sido denominado en algunos círculos académicos como un NAFTA dopado con esteroides. El NAFTA es el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que entró en vigor en 1994 y en el que participan Canadá, Estados Unidos y México. Todo un ejemplo de que las estimaciones de crecimiento económico y creación de empleo que se enfatizaban en los informes elaborados desde los círculos de poder económico y mediático son erróneas, hasta el punto de que los resultados han sido en buena medida de signo contrario a los previstos, sobre todo para las partes más débiles de los acuerdos, que en el caso del TTIP serían los países de la Europa del Sur, principalmente España, Italia y Portugal.
Por todo lo argumentado, no es de extrañar el secretismo con el que se están llevando a cabo las negociaciones. Obviamente a los agentes interesados en que las negociaciones avancen con éxito no les interesa que los contenidos del acuerdo sean discutidos en la arena de la opinión pública. De hecho, el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea establece que “sobre los tratados internacionales se informará con total transparencia y adecuadamente al Parlamento Europeo en todas y cada una de las fases de negociación”. Partiendo de que la arquitectura institucional de gobernanza de la Unión Europea es disfuncionalmente democrática, incluso el cumplimiento de su propio marco legal está quedando en entredicho en este proceso de negociación.
El control que tienen las transnacionales sobre sectores claves en la economía global (energía, banca, agricultura, agua, telecomunicaciones, etc.) desde hace más de dos décadas les otorga un dominio económico, político y cultural sin precedentes. El origen de este poder se encuentra en la colosal acumulación de capital transnacional que ha facilitado la globalización de políticas neoliberales, precisamente uno de los efectos más destacados que tendría la implantación del TTIP y otros acuerdos, no menos relevantes, que se están negociando en la actualidad, como el TISA (Acuerdo Comercial de Servicios) o el CETA (Acuerdo Integral de Economía y Comercio). Este último, entre la UE y Canadá, tan solo se encuentra pendiente de ser ratificado.
Estos Tratados no son algo anecdótico. Se trata de la materialización de la captura de la política por la tecnocracia: los gobiernos como meros apéndices del capital transnacional. Estos tratados son la huida hacia adelante del sistema capitalista en lo que el economista Dani Rodrik denomina “hiperglobalización”.
El profesor de Harvard plantea una tesis según la cual únicamente dos de los siguientes escenarios son compatibles al mismo tiempo: Estado Nación y soberanía nacional, democracia o hiperglobalización. Para Rodrick, (i) la soberanía nacional, y por ende, la democracia, se debilita cuando el Estado está profundamente integrado en la economía internacional, (ii) la democracia y la soberanía de los Estados solo son compatibles si retrocede la globalización; (iii) el único escenario en el que la democracia puede convivir con la globalización es en un contexto de gobernanza global y de desaparición de la autonomía del Estado nación.
Por una parte, consideramos que la noción de democracia de Rodrick, al menos en el momento de presentar este trilema, es considerablemente precaria. Por otra parte, el propio autor del “trilema político de la economía mundial” argumenta, en artículos más recientes, tanto la improbabilidad como la inutilidad de una gobernanza global capaz de resolver los principales desafíos sociales, económicos, políticos y medioambientales de nuestro tiempo. Por ende, llegamos a la siguiente conclusión: o democracia y soberanía o poder transnacional e hiperglobalización. Es decir, frenar el TTIP y el resto de acuerdos y políticas neoliberales es condición necesaria, aunque no suficiente, para la democracia.
Si describiésemos el mundo como una pirámide. En la cúspide se encontraría lo que Susan George llama la clase de Davos: “una clase transnacional desvinculada de la suerte del resto de la sociedad y compuesta por las altas finanzas, las empresas transnacionales y algunos gobiernos que consideran que la democracia es demasiado lenta”. Pero no olvidemos que lo que sostiene el último peldaño es la base de la pirámide. No olvidemos que sin consumidores las transnacionales no son nada, que sin votantes no hay gobierno que funcione como apéndice del capital. No olvidemos que una ciudadanía activa y un otoño de luchas y resistencias es condición necesaria para comenzar a limitar el poder transnacional y alimentar a nuestras escuálidas democracias.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de los autores