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Justicia tecnológica: ni tasa sobre los robots, ni renta básica universal

Un grupo de trabajadoras de Telesincro cableando memorias de softwares en los años 60.

Andrés Ortega

Suenan bien; más aún si la primera sirve para financiar a la segunda. Pero ninguna de las dos ideas son la solución para la gran dislocación social que ya ha empezado de la mano de digitalización, la inteligencia artificial y la robotización, que producirán, sin duda, crecimiento económico. Mas, ¿cómo se repartirá, se distribuirá? Son ideas simples, pero tienen el mérito de iniciar y encauzar el ineludible debate.

En la idea de un impuesto sobre los robots, coinciden personajes tan dispares como Bill Gates –quien justamente causó una revolución con sus sistemas operativos Windows para los PCs y el Microsoft Office que prácticamente ha acabado con los mecanógrafos (o más numerosas, mecanógrafas)–, y el candidato socialista a la presidencia de la República Francesa, Benoît Hamon, que también defiende una renta básica universal. “Si un robot reemplaza el trabajo de un humano, este robot debe pagar impuestos como un humano”, señala Gates. Pero el hombre más rico del mundo no propone hacerlo para financiar una renta básica, sino utilizar esos ingresos para volver a formar a gente que haya perdido sus empleos a favor de estas máquinas. Y para financiar los trabajos en los servicios, especialmente de cuidados a personas.

Si desaparecen masivamente empleos o tareas, si la automatización y la digitalización destruyen más puestos de trabajo de los que crean, mantener un sistema de protección social va a requerir, en EEUU, en China o en España, nuevos tipos de ingresos. No digamos ya si es necesaria una renta básica para todas esas “personas superfluas” que no encontrarán trabajo, al menos en la transición hacia un nuevo sistema.

Se trataría esencialmente, como apunta Gates, de impuestos sobre los robots que destruyen puestos de trabajos, lo que requiere una aceptación amplia del término “robot” pues a menudo son programas informáticos los que lo hacen. No hay, por ejemplo, una definición acordada sobre la inteligencia artificial y no digamos ya sobre una base impositiva que se le pudiera aplicar. Gates piensa que el coste en que se incurriría, el de reducir el ritmo de la penetración de la automatización, la innovación, sería asumible, y mejor que prohibir en bloque algunas de las tecnologías que podrían tener esos efectos.

Tiendo a coincidir con Martin Sandu  en la idea de la “justicia tecnológica”: hay que tasar no las máquinas –o los programas– sino todo lo que produzca rentas, definidos como “beneficios más allá de lo necesario para mantener una actividad económica”. Y si esas máquinas pueden producir rentas, habrá que tasar no los robots en sí, sino las empresas, o incluso los usuarios, que las tengan o las usen.

En el fondo, es la otra alternativa que también propone Gates, pues, como era de esperar, matiza: tasar los mayores beneficios derivados de la mayor productividad que producirían estas máquinas. De hecho, Hamon en la letra pequeña de su programa no propone un impuesto directo sobre los robots, sino que las empresas paguen las cargas sociales por los empleados reemplazados por máquinas. Aunque tampoco el cálculo sería fácil en unos tiempos en que el empleo y el trabajo cambian hacia la multitarea y la multiplicación de los autónomos o freelancers.

Su rival social-liberal, Emmanuel Macron, persona que ha pensado a fondo sobre estas cosas en una Francia frenada en lo digital, cree que el objetivo debe ser “proteger a las personas, no los empleos”, y se opone al impuesto sobre los robots, calificándolo de “error total” pues frenaría “la modernización productiva”, y además, acabaría siendo un impuesto sobre las empresas, por lo que “si es un gato, es mejor llamarlo gato”. 

Otro problema, para una u otra solución, sería la competencia entre países o sistemas –incluso dentro de la propia UE– respecto a impuestos más bajos. Se necesitaría, como poco, un acuerdo a escala europea, y posiblemente mundial. En su ausencia esta vez la deslocalización puede incluso no ser ya de empleos, sino de máquinas, de robots, que son relativamente fáciles de transportar (junto a los empleados que aún se necesitan –¿por cuánto tiempo?– para supervisarlas). Si los impuestos sobre los robots o sobre las empresas que los tienen son más bajos en Marruecos o en Irlanda, pues allí se irán.

En cuanto a la relacionada renta básica: al menos en el periodo de transición hacia una nueva sociedad que va a suponer todo esto, será necesario atender a los que se queden atrás, descolgados. Pero las propuestas sobre una renta básica si es universal resultan poco convincentes. En este medio he defendido como alternativa la idea de un impuesto negativo sobre la renta. 

En este debate, como alertaba Francine Mestrum, hay mucha confusión. No es lo mismo una renta básica para los necesitados que una renta básica universal, de la que se beneficiarían todos, incluso los que no la necesitan. Hamon, que la lleva como enseña electoral junto a la tasa sobre los robots, ha tenido que rectificar, y matizar también que la que propone no es universal, sino esencialmente de 750 euros mensuales para los jóvenes. Como señala Mestrum “una renta básica para emancipar a la gente es muy diferente de una renta básica que aboliera la protección social”, pues se incurriría en ese riesgo o tentación.

Un apoyo familiar universal fue instaurado por Tony Blair en el Reino Unido para percatarse que era un plus, que se gastaba en viajes en fin de semana, para las clases medias que no la necesitaban perentoriamente. Lo primero es aclarar los términos. Lo segundo, sí, empezar a pensar en ello y estudiar nuevas ideas y propuestas. Sin demora, pues la Cuarta Revolución Industrial va mucho más deprisa que las anteriores y con un mayor alcance. Este es un debate que ahora va muy en serio.

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