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Lenin y la organización de las emociones

Lenin se dirige a la multitud en la Plaza Roja de Moscú, el 26 de octubre de 1917. / Heritage Partners / Gtresonline

Manuel Fernández-Cuesta

“Creo que la gente sabe perfectamente que le están engañando y estafando, pero la mayoría tiene demasiado miedo o están demasiado cómodos para decir algo.”

Maj Sjöwall / Per Wahlöö, Los terroristas (1975)

Desaparecida la conciencia de clase, nuestras vidas de incertidumbre, dominadas por la subjetividad y las emociones, han perdido el sentido social, constitutivo de lo común. La exaltación de la individualidad, la exagerada identidad de sí y la (falsa) facultad de elección han hecho de nuestras sociedades modernas un extraño conjunto de miedos, frivolidad y mercantilización de lo cotidiano. El exceso y la aceleración, la frustración y la precariedad laboral han barrido las formas tradicionales de organización política. Frente al neoliberalismo y su tendencia a la destrucción de lo adquirido, surgen formas de protesta desconocidas hasta la fecha.

Los partidos de la izquierda alternativa y los antiguos sindicatos de clase, golpeados en el 15-M, están perdiendo, poco a poco, su protagonismo en la vida diaria. Ausente la cohesión de clase, asociada al mundo de trabajo, al fordismo y la producción, las batallas actuales (sanidad y educación, desahucios, desempleo, entre otras) se llevan a cabo con estrategias diferentes. Es preciso, por tanto, una nueva mirada horizontal, reticular, plural, capaz de afrontar los desafíos del presente: una organización política de las emociones.

V. I. Ulianov, Lenin, (1870-1924), en el célebre Qué hacer (1902), cuyo origen se encuentra en un artículo publicado en Iskra (¿Por dónde empezar?, mayo de 1901), plantea, casi por primera vez en la teoría de los partidos, la organización de una estructura política combatiente, reflejo de las tensiones, formada, en parte al menos, por revolucionarios profesionales: agentes activos movilizadores, catalizadores. Un modelo de partido, anterior a la insurgencia bolchevique de 1917, del que todavía es posible extraer, pese al tiempo transcurrido, numerosas conclusiones útiles para la práctica actual: una estructura flexible, atravesada por una idea común, cuyo proceso de toma de decisión sea alimentado, en rigor, por los impulsos de realidad recibidos por las extremidades de los tentáculos.

Como dice Constantino Bértolo en la antología Lenin. El revolucionario que no sabía demasiado (Catarata, 2012), “lo que Lenin pretende es una organización capaz de responder a la emergencia de lo nuevo”. En este caso, después del 15-M y la espontaneidad de algunos movimientos, lo novedoso sería comprender -desde las asociaciones de afectados hasta los defensores de lo público- cómo influye lo emocional en la acción y cómo es posible articular estas sensaciones, trasmisoras de sentido, que tocan con las manos los problemas reales, concretos.

Tras muchos esfuerzos y muertos, el “capitalismo de ficción”, al decir de Vicente Verdú (El estilo del mundo, Anagrama, 2003), ha alcanzado un estado de perfección ideal: el presente continuo. Un tiempo lineal e indeterminado, asociado a la emotividad del presente, que se prolonga hacia el infinito mientras dibuja una sucesión de imágenes que se repiten: pese a la apariencia de novedad, los patrones y valores permanecen.

Instalados en la objetividad y pureza del sistema mundial de reproducción de símbolos, anclados en la fortaleza -escaparate de vanidades e intercambio- de la ideología del presente eterno, continuum, las vidas transitan los mismos caminos, las mismas trilladas sendas. Somos copias deformes de nosotros mismos -empresarios de nosotros mismos escribió Foucault-, variaciones de sumisión y el silencio.

El Estado ideal, ese mundo absoluto concebido por Hegel, cincelado por los neoliberales, ha alcanzado la tierra prometida: el final. Este es el espacio de combate: un desierto pavimentado de apariencia de realidad. La tarea parece imposible: romper la armonía preestablecida -el perpetuo movimiento del beneficio- y asaltar la bóveda de la racionalidad del capitalismo tardío.

Las constantes luchas actuales están demostrando que se imponen formas de organización adaptables al terreno. Formas sensibles, moldeables, organizaciones líquidas que cuestionen, desde la raíz, la primacía del surfeo permanente que nos impone el consumo y la precariedad. Ante el enemigo fijo del pasado, las organizaciones férreas cumplieron su misión de ariete. En la actualidad, cuando el poder se ha diluido en la esfera de lo intangible, los mercados, las organizaciones tienen que limar sus formas clásicas hasta convertirse en reflejo de esa misma intangibilidad. Si la lucha política actual tiene un fuerte componente de descontento social y emocional, la estructura combatiente tiene que albergar también lo emocional. Emoción y política ya no pueden separarse.

“La conciencia política de clase no se le puede aportar al obrero más que desde el exterior, esto es, desde fuera de la lucha económica, desde fuera de la esfera de las relaciones entre obreros y patronos. La única esfera en que se pueden encontrar estos conocimientos es la esfera de las relaciones de todas las clases y capas con el Estado y el Gobierno, la esfera de las relaciones de todas las clases entre sí”. Con esta claridad se expresaba Lenin, febrero de 1902, en el antes mencionado Qué hacer (Obras, tomo V, Editorial Progreso, Moscú, 5ª ed.).

Pero más allá de las perversas interpretaciones enunciadas por Bértolo en su Antología (que tendrían que ver con la asunción del partido revolucionario de las tareas de acción y conciencia del propio proletariado), urge adaptar esta mirada sobre las relaciones de todas las clases entre sí al momento presente para hacer de las ideas de Lenin un cuerpo teórico vivo, útil. Crítico con la espontaneidad, con lo emocional-político, parece necesario, sin embargo, hoy, fundida la estructura de clases dominadas en una especie de multitudo precaria y agonizante, Repensar Lenin (Slavoj Zizek, Akal, 2004), en el contexto de esta nueva horizontalidad creativa que están imponiendo en la esfera pública los diversos movimientos de protesta. Desde las redes sociales, que facilitan la acción (rodeando el Congreso, por ejemplo), hasta las mareas en defensa de la sanidad y la educación, y los escraches, la acción está tomando caminos insospechados.

La emotividad, que rige una parte esencial de la lucha política como se vio en el 15-M, no puede limitarse al subjetivismo y el mero voluntarismo. La multitud precaria está adquiriendo, frente a la barbarie de los recortes, una definitiva conciencia de su potencial transformador. Inmersos en la mercadotecnia como ideología omnicomprensiva, respiramos el aire de la publicidad que, con descaro, satisface los deseos primarios. La frágil y feliz sociedad del consumo y el crédito agoniza.

Igual que Lenin, un “centrista” en el seno de su organización, se subió a un vagón en la Estación de Finlandia la noche del 3 de abril de 1917 y proclamó el modo revolucionario (Tesis de abril), los partidos de la izquierda alternativa deben subirse en sus respectivos vagones, abandonar los palacios de Invierno de las burocracias y pensar en una organización combativa, dispuesta para la transformación, de las emociones.

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