Lunes en la España moribunda
Me cruzo con Domingo el lunes, cosas de la vida; pasa por el pueblo a recoger unos trastos viejos de su padre, que ahora vive con él en Cañada de la Cruz porque le pilla más cerca para ir a la diálisis. Noventa y ocho años tiene Domingo padre, y a excepción de unos riñones que no funcionan, unos ojos que no ven y una mandíbula que no mastica, dicen que le sigue gritando a la tele como ha hecho siempre. Le digo que le mande recuerdos y me dice que buena falta le hacen. Hace fresco para ser julio y un tipo (encorvado, bajito, pelo oscuro) cruza el umbral de la puerta con un pantalón de bolsillos y zapatos de seguridad, una camiseta azul con manchitas de pintura blanca que también aparece a salpicones entre el vello de sus brazos; levanta uno de ellos y dos dedos de esa mano y se sienta en la máquina tragaperras sin mediar palabra. Las pocas conversaciones del bar del Pabli se amortiguan en la nada y lo que retruena es un silencio solapado por esa voz grabada que dice avance o el golpeo salvaje de una ficha de dominó contra la mesa de conglomerado de los dos Julianes y el Manué, que apostaría lo que sea a que van a acabar peleándose.
En el bar, el camarero me saluda con un guiño y me pregunta qué tal eso de escribir, que lo mismo él también le da. De pequeños, Luis y yo jugábamos a tirarnos piedras, o amontonarlas y hacer presas en el riachuelo, hasta que nos perdimos la pista y, tras cometer el error de crecer, nos encontramos de casualidad en las fiestas del pueblo las navidades pasadas. Mi amigo Pepe le rompió un vaso en la cara a un colega suyo y en mitad de la trifulca, antes de pegarme un puñetazo que probablemente me habría matado porque pesa el triple que yo, Luis pronunció mi nombre. Aquello no evitó que a Pepe le zurraran hasta en el cielo de la boca pero yo recuperé una bonita amistad. Le pregunté por ese otro chaval que iba con nosotros los veranos a pelarnos las rodillas en la pista de tierra con dos porterías junto al polideportivo y el albergue, Jorge, y resulta que es el cerrajero, que iba a irse a Suiza a trabajar pero que su padre, que era el de la carpintería metálica y las ñapas del pueblo, que tenía hasta llaves de mi casa y lo conocíamos bien, se colgó en su taller una mañana y tuvo que hacerse cargo del tinglado, de los dos empleados que tenía y de solo Dios sabrá cuánto trabajo y deudas pendientes. Si lo sé no pregunto nada.
Como no tengo nada mejor que hacer, en realidad, más allá de buscar ideas para escribir –fíjate qué cosas–, me siento a cenar en la barra mientras Luis me pone al día de todo. Tiene un par de mesas de cincuentañeros –me acerco a los treinta y quiero ser asertivo– en la terraza llenas de quintos de cerveza y todos vestidos de esa forma ridícula de prendas Quechua porque sí, porque ir a un pueblo de montaña implica que uno tiene que tener su momento Tarzán e implicarse al máximo con el entorno; qué más da si solo has ido a comerte un cordero asado y a ponerte tibio a Alhambra y la montañita la veas a lo lejos. Me miro reflejado en el espejo de la barra y veo una camisa de lino abierta hasta el ombligo y una cruz de san Benito de plata colgada al cuello que solo me pongo cuando estoy con mi madre, dos gotitas de cerveza sobre el pecho y un bamboleo sobre el taburete porque esto cada vez se parece menos a mi pueblo. Echo un vistazo a la carta para pedirle a Luis que me ponga la cena. Ahora resulta que hay carta; reconozco que es más cómodo, pero echo tanto de menos escuchar a un camarero decir que de primero tienen consomé, gazpacho, salmorejo, conejo al ajo cabañil y ventresca de bonito con tomate. Mi decepción no queda ahí. “Luis, tío, os voy a matar”, le digo y señalo una opción de kebab mixto al lado de una hamburguesa que lleva salsa de Pedro Ximenez. “Me estás gentrificando el pueblo”, le digo, a lo que me responde que el que lo está gentrificando soy yo porque yo no estoy empadronado allí, a lo que me tengo que dar un punto en la boca. Lo que pasa es que nunca me callo y le dije que no estaba la cosa ni para gentrificar, que yo con lo de escribir gano menos que él; y con todo le dejo propina, no entiendo por qué hago estas cosas.
El martes tengo que escribir un artículo, enviarlo y, cómo no, esperar con dolor de estómago hasta verlo publicado, pero la capacidad de la red móvil en el pueblo no está pensada para una oleada de turistas adictos a Facebook y a enviar decenas de miles de fotos iguales a distintos grupos de WhatsApp, por lo que colapsan la red y los cajeros y lo poco que queda del pueblo se paraliza y tengo que coger el coche y salir del pueblo, parar en el arcén a unos kilómetros para recuperar la cobertura y entonces enviar el dichoso artículo.
Cada vez que vengo al pueblo descubro que hay menos pueblo. También he descubierto que tengo tres vecinos menos: Alodía, Santi y Diego murieron entre navidades y el verano, por lo que oficialmente ha quedado un banco libre en la plaza. Diego me enseñó a cazar perdices de pequeño –ahora sería incapaz, por rojo y por miope– y Alodía me regaló un rosario que debo tener guardado en alguna parte. Santi era callado y tenía las manos como un papel de lija, llevaba boina color caqui y, que yo recuerde, siempre utilizó la misma camisa. Mis padres me dan el parte de muertos cada vez que voy como si yo fuera Eisenhower visitando Guadalcanal. En el norte de Graná no sobra nadie.
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