La marcha de Ferrovial y la marca España
Ferrovial ha anunciado su marcha fiscal de España, una decisión atribuible a la voluntad de la familia Del Pino, cuyos apellidos superan el 40% de propiedad de la empresa. Una decisión un tanto irónica cuando se observa la histórica vinculación de esta entidad con la evolución del país. Resulta, de hecho, difícil desligar el aparato burocrático español de la segunda mitad de siglo XX, el que dio lugar a la democracia de la que disfrutamos, de esta gran constructora.
Ferrovial fue fundada en 1952 por una serie de ingenieros cuyo perfil refleja el carácter del régimen que por entonces nacía. No el de Franco, sino más bien el de un sistema más discretamente concebido durante los años cincuenta: un entramado tecnocrático que con el tiempo aspiraría a celebrar elecciones y a entrar en la Unión Europea. Un contrato social entre un pueblo que se beneficiaba de un crecimiento económico que favorecía privilegiadamente a una serie de corporaciones atentas a las publicaciones del Boletín Oficial del Estado.
En Ferrovial destacó un nombre, el gallego Rafael del Pino Moreno, ingeniero de caminos casado con Ana María Calvo Sotelo-Bustelo, hermana del expresidente Leopoldo. Del Pino y su cuñado se juntaron con un primo de aquel, José María López de Letona y Núñez del Pino, y con un cuarto ingeniero, el catalán Claudio Boada, para impulsar una compañía dedicada a afianzar las traviesas de las vías del tren y que, en sus primeros años, experimentó un prometedor crecimiento.
De ahí que no fuera casualidad que estos cuatro impulsores hayan marcado un rastro identificable con la marca España política y económica. Rafael del Pino fue uno de los empresarios más cercanos al denominado clan de la Dehesilla, la finca del exministro republicano Justino de Azcárate que, a finales de los años sesenta, reunió como centro de ocio informal a economistas como Miguel Boyer, Mariano Rubio, Juan Manuel Kindelán y también a los entonces comunistas Ramón Tamames o Carlos Bustelo -cuñado de Kindelán y primo de Leopoldo Calvo Sotelo-, que recientemente y de distinta forma se han acercado a la formación política Vox.
Esta estructura de relaciones se materializó en una sustitución de élites estatales posterior a la hegemonía de los tecnócratas opusdeístas, algo apagada tras el escándalo de corrupción Matesa. A principios de los años setenta, José María López de Letona ejercía como ministro de Industria y nombró a Claudio Boada como presidente del INI, el holding estatal. Boada, Letona y Del Pino, que simpatizaban con los economistas Kindelán y Boyer, los seleccionaron para que inauguraran el servicio de estudios del INI, un mascarón de proa para la modernización de la administración y de la empresa pública española.
Kindelán, aficionado a la hípica, sufrió un grave accidente y sería Boyer, acompañado por un economista del Banco de España llamado Carlos Solchaga, el que dirigiría dicho servicio. Les acompañaron para esta tarea técnicos como Fernando Maravall u Óscar Fanjul, un profesor universitario de origen chileno y familia emigrante de la guerra civil que, en la actualidad, figura como vicepresidente de Ferrovial y que ha gestionado el patrimonio de las también constructoras hermanas Koplowitz.
La historia es amplia -ha quedado especialmente bien narrada en el libro ‘El clan. La historia secreta de la beautiful people’, de Raúl Heras-, y no queda solo ahí. En aquellos años, el patriarca Del Pino fue llamado por el Ministerio de Industria, es decir, por López de Letona, a impulsar la entidad pública Enagás para diversificar la oferta energética española. Boyer se encontraba detrás de algunos de los informes que sobre energía había realizado el INI. Del Pino reclutó para Enagás a Mariano Rubio, un economista del Banco de España por entonces todavía yerno de Justino de Azcárate y, además, pariente lejano de López de Letona, y al ya mencionado Carlos Bustelo.
Calvo Sotelo sería ministro de UCD y presidente del Gobierno; Carlos Bustelo, ministro de Industria de la misma coalición; Miguel Boyer, de Economía, Hacienda y Comercio por el PSOE; Solchaga, de Industria y después Economía y Hacienda; Rubio, gobernador del Banco de España; Boada encabezaría el Instituto Nacional de Hidrocarburos con los socialistas y sería sucedido por Óscar Fanjul, que lo refundó y privatizó como Repsol; tanto Letona, a finales de los ochenta vicepresidente de Banesto, como Boada, Calvo Sotelo o Del Pino, presidente y consejeros del Banco Hispano Americano a partir de 1985, constituyeron la tecnocracia del franquismo aperturista en la que los gobiernos de Felipe González confiaron para influir en la banca. Todas estas conexiones representan más que un desafío memorístico.
De ahí que dos recientes noticias hayan hecho recordar la estrecha vinculación Estado empresa en la España contemporánea y, con ella, todo este laberinto de nombres y apellidos necesarios. Por una parte, el desafío de Tamames, eterno opositor político, ahora aspirante a ser por un día la Gloria Swanson de la política española. Este influyente catedrático dirigió la consultora Iberplan, clave en la colaboración con los planes de desarrollo de los años sesenta y setenta, y también, para reunir a una élite opositora a la dictadura franquista; por otro, la marcha de una empresa que, como Ferrovial, es pura marca España al representar un pequeño Estado dentro del Estado. Una concentración de poder que tiende a alimentar una endogamia infinita que constituye una parte nuclear de la historia más reciente de nuestro país en la que los historiadores no han puesto, quizá, el suficiente énfasis.
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