Es momento
La semana pasada, antes de saber cómo iba a salir la elección en Argentina, escribí sobre un libro que habla sobre la política y las emociones. La columna es tímida y aburrida: no dice mucho, porque yo no sabía qué decir, y no solo porque es muy difícil escribir una columna para un domingo clave que una no tiene idea de cómo va a terminar, sino sobre todo porque yo no tenía del todo claro por qué me importaba este asunto de la política y las emociones. Sabía que el tema me venía obsesionando hacía meses, pero no había tomado forma en mí ninguna tesis, ninguna intuición; solo una incomodidad física que me daba también una culpa inexplicable.
En los últimos días, a medida que se multiplicaban a mi alrededor las reacciones al triunfo de Milei, entendí por dónde iba mi problema. Todo parecía haberse convertido en un concurso de exhibición del sufrimiento, una meritocracia de Andrea del Boca. No me llamó la atención la angustia, porque yo también me angustié, y tampoco me llamó la atención la exteriorización, porque vivimos en una época en que nadie ve ningún valor en guardarse nada (agradezco, muchísimo, que Sergio Tomás se haya comportado como un político de otro siglo y haya reconocido la derrota con elegancia y sobriedad): lo que me llamó la atención fue el regodeo, el goce, y más que nada la sensación de que quien más lloraba era el más progresista, el peronista más consumado, la mejor persona. Me hizo acordar un poco a una historia de mis ocho años, un compañerito de colegio que había nacido cardíaco y después de muchas operaciones falleció el invierno en que cursábamos tercer grado. Me acuerdo que me costó llorar, y fue la primera vez que sentí que quienes lloraban eran mejor gente que yo, que si mis ganas eran más de conversar que de explotar era porque yo tenía adentro alguna cañería rota, un cable mal conectado, un corazón más defectuoso que el de mi amigo muerto.
Quienes intentan discutir de economía, de gestión o de política social con frialdad y argumentos suelen encontrarse del otro lado con susceptibilidades heridas o un “no es momento”
La anécdota me sirve para mantenerme humilde, como dicen en Internet. Soy grande y tengo clarísimo que hay estilos emotivos, estilos expresivos: que quien llora no la está pasando peor, no siente con más intensidad ni está más enamorado que quien se queda con todo en el pecho. Sí pienso que mucha gente todavía lo ve así, y sí me preocupa que en los últimos años (y en toda esta campaña, y en todas estas últimas semanas) la conversación sobre los sentimientos haya reemplazado a la conversación intelectual sobre la política; estar en una mesa rodeada de gente inteligente y formada y que de lo único que quieran hablar es de la ansiedad y el miedo que les produce un resultado u otro, un spot u otro, una propuesta u otra.
Quienes intentan discutir de economía, de gestión o de política social con frialdad y argumentos suelen encontrarse del otro lado con susceptibilidades heridas o un “no es momento”, porque nunca es momento de criticar los dogmas que sentimos que nuestra camiseta está obligada a representar, nunca es momento de pelearnos entre nosotros ni de hacer esa autocrítica que siempre nombramos pero nunca explicamos, nunca es momento de tener conversaciones no solamente incómodas sino intelectualmente exigentes, que nos fuercen a entender de economía, a hacer otra cosa que no sea repetir consignas, recordar los símbolos y gozar de hundirnos en la desesperación como personajes de una telenovela.
Soy consciente de que hablo de un microclima, pero es un microclima de gente muy influyente, que termina construyendo espacios conversacionales públicos y partidarios; y otra vez, hablo de gente inteligente y formada, gente que hace un par de años sí hablaba de política en otros términos, que también permitían abrir la discusión a gente que no piensa como uno, porque esa es probablemente la virtud principal del lenguaje de la razón y los argumentos, que no requiere que estés enamorado para entenderla y participar.
Soy consciente, también, de que esto no tenía nada que ver con ganar la elección, que estuvo siempre perdida (un oficialismo no iba a ganar jamás con esta economía, lo supimos hasta el triunfo de las generales y nos olvidamos por unas semanas); y soy consciente, también, de que este imperio de la emocionalidad como la auténtica forma legítima de ocupar la esfera pública es una realidad que excede a la política argentina, porque lo veo también con el conflicto palestino-israelí, lo veo con todo.
Y última confesión de autoconciencia: sé muy bien que es el lugar más cómodo de ocupar, porque yo también caigo cada tanto en la tentación de ocuparlo, de volverme protagonista por un ratito aún con mi privilegio absoluto, de subirme al podio del “estoy triste” y que todo el mundo me conteste “ay amiga, yo también”, que es mucho más divertido que tratar de entender qué se hace con la deuda o qué hay que hacer con la educación para que mi maravillosa universidad pública tenga cifras de graduación a la altura de mis fantasías. Es mucho más fácil, pero es momento de otra cosa.
TT
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