Tras el desastre electoral del PP en Catalunya, Pablo Casado ha llegado a la conclusión de que el partido necesita un cambio drástico y urgente en la dirección. En la dirección postal, para ser precisos, porque al parecer la otra, la del organigrama, permanecerá intacta. Los populares abandonarán su sede en el número 13 de la madrileña calle Génova para irse quién sabe a dónde. “No debemos seguir en un edificio cuya reforma se está investigando esta misma semana en los tribunales”, justificó su trascendental decisión ante la cúpula del partido.
Huir con la esperanza de dejar atrás los problemas -o “cambiar de aires”, como prescribían ciertos médicos y consejeros espirituales de antaño a sus atribulados pacientes- es una reacción muy común entre los mortales. A ella se han referido escritores y filósofos a lo largo de los siglos, como bien detalla el lingüista Santiago Mollfulleda en un delicioso ensayo, publicado en 1990, sobre la historia literaria detrás de la célebre frase final de El buscón de Quevedo: “Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres”. Sostiene Mollfulleda que la sentencia quevediana es única en su género, tanto por la naturaleza pícara del protagonista como por los móviles de su mudanza, pero antes de llegar a dicha conclusión nos pasea por obras que podría haber consultado Casado. En De rerum natura, el poeta latino Lucrecio se refiere a los que “andan en busca siempre de aquello que no saben que desean, mudando de lugar, como si fuera posible descargarse del peso abrumador que los aplana”. Un siglo después, el cordobés Séneca manifiesta en sus Epístolas al procurador Lucilio: “Si quieres ahuyentar las inquietudes que te oprimen, no necesitas estar en otro lugar, sino ser otro”. En la lista no podía faltar, por supuesto, Ignacio de Loyola, con su famosa Regla 318, la de “en tiempos de desolación, nunca hacer mudanza”.
Pese a todas las advertencias sobre la ineficacia, y en determinadas circunstancias el riesgo, de las mudanzas, Casado ha anunciado que se muda. Por si fuera poco, también ha proclamado que “desde hoy [por el martes], esta dirección nacional no va a volver a dar explicaciones sobre ninguna cuestión pasada que corresponda a una acción personal que no haya sido en beneficio del partido o incluso haya podido perjudicarle”. Cambio de sede y silencio hermético: eso es cuanto tiene Casado para ofrecer tras el batacazo que dejó en la irrelevancia política en Catalunya, como ya le ocurrió en Euskadi, al partido que alardea de vertebrar España. Al no colar su primera explicación sobre la derrota –la existencia de un contubernio Sánchez-CIS-RTVE-, el líder del PP tuvo que reconocer ante el comité ejecutivo del partido que el caso Bárcenas hizo pupa. Sin embargo, no fue más lejos en su reflexión, pese a que la justicia ya ha determinado que eso que Casado llama “una acción personal” fue en realidad una acción delictiva coordinada que sirvió no solo para pagar sobresueldos en B a cargos dirigentes, sino para sufragar gastos electorales que permitieron al partido, en muchos casos, llegar al poder. No sobra recordar que el Tribunal Supremo expresó en su sentencia del caso Gürtel que el PP fue beneficiario de la corrupción, pero se libró de que lo condenaran porque en el momento de los hechos no se podía perseguir judicialmente a los partidos, como entidad jurídica, por financiación ilegal.
Según Bárcenas, la corruptela comenzó en 1982, cuando el PP se llamaba Alianza Popular y lo presidía Manuel Fraga. No sería extraño que algún día de estos, al igual que sucedió en el palacio de Linares, se escuchen en el edificio de Génova psicofonías del extesorero Rosendo Naseiro, quejándose de que su apellido haya pasado a la posteridad como marca del primer escándalo de corrupción de la derecha en democracia. Y ahora, cuatro décadas después, la justicia sospecha que la reforma de la sede del partido realizada en 2007-2008 se pagó con 1,5 millones de euros de la caja B. Es comprensible que Casado quiera poner pies en polvorosa de un inmueble tan inquietante, pero difícilmente logrará su objetivo de apartarse del pasado alguien que, al asumir las riendas del PP en el congreso de julio de 2018, en lugar de anunciar públicamente una regeneración, proclamó: “No puede aspirar a liderar el partido alguien que no esté orgulloso de su pasado. Yo lo estoy de José María Aznar, de Mariano Rajoy y de Manuel Fraga”. En ese momento, Casado no era solo un despistado “diputado por Ávila”, sino un avezado apparátchik que conocía, al menos como el resto de españoles, los líos en que estaba envuelta su organización.
El periodista Javier Casqueiro recordaba en una crónica en El País que, a la entrada de aquel congreso, frente a las voces de quienes sugerían vender la sede del partido, Casado replicó: “Lo que nos va a reconectar con la sociedad no es pintar el logotipo de otro color o cambiarnos a un edificio de enfrente”. Su problema es que se detuvo ahí. Que le faltó emular a Séneca y decir, no en un corrillo improvisado, sino solemnemente ante toda la militancia del partido, que para ahuyentar las turbulencias no es necesario estar en otro lugar, sino ser otro.