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No somos nadie

Empleados de una funeraria trasladan un féretro.

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Mi abuela –que casi llegó a cumplir cien años– tenía ahorrado un millón de pesetas para ser enterrada en su localidad natal, junto al abuelo y bisabuelos. Como el cementerio rural estaba a una hora de la ciudad en la que vivíamos, me tentó en varias ocasiones –como me consta que hizo con mis hermanas y hermanos– para que cogiera ese dinero a cambio de garantizarle que, a su muerte, yo me encargaría de llevarla directamente al nicho de sus ancestros, sin pasar por el médico ni la funeraria. “Hace falta que una persona decidida, como tú, me coja y me lleve enseguida a la aldea”, me decía con un gesto ansioso de sus potentes manos que terminaban por desplomarse sobre la falda, decepcionadas, ante mi negativa.

Como ella, mi padre también ocupó su tiempo y preocupaciones en prever su último destino entre los vivos, pero con un deseo menos encomiable y en absoluto convencional. En profundo desacuerdo con la privatización de los servicios funerarios, como gran defensor que era de lo público, pretendía que no enterráramos o incineráramos sus restos sino que los depositáramos a la puerta de la casa del alcalde, como postrera vendetta por el ansia recaudadora del edil. Y tenía toda la razón en oponerse a la liberalización del sector funerario porque, contrariamente a lo que decían las autoridades municipales, aquello no abarató los costes para la ciudadanía sino todo lo contrario.

Con fórmulas más o menos afortunadas, casi todo el mundo quiere decidir el último destino de sus huesos, como si le pudiera importar tal circunstancia, después de haber abandonado este mundo. En este asunto, los egipcios fueron maestros y nos dejaron los más imponentes monumentos, las momias mejor conservadas y las tumbas más lujosas, donde guardaban hasta el más nimio detalle de la emperatriz o el emperador difuntos (en la de Tutankamon se encontró un preservativo de lino que usaba impregnado en aceite). 

Ahora, los egipcios resultan unos aficionados comparados con los millonarios que contratan los servicios de Elysium Space, una compañía de San Francisco que ofrece entierros espaciales a través de la nave de la NASA del Programa de Navegación Comercial a la Luna. Nada menos que 70 de esos extravagantes ricachones pagaron un pastizal para quedarse en la luna por la eternidad; lo más dramático es que no pudieron alcanzar su último deseo porque la nave que los transportaba, a la que bautizaron El Peregrino –no sé si por la consideración que merece la idea de los difuntos o como sentido homenaje a quienes recorren el mundo en persecución de un destino espiritual– se averió y terminó por desintegrarse al chocar con la atmósfera terrestre. Ahora sabemos por dónde andan los cadáveres incinerados y el ADN de tres presidentes de los Estados Unidos que compartían con los restos el viaje interestelar. Otro extravagante capricho mortuorio que ofrece esta funeraria consiste en esparcir las cenizas por el espacio para que, convertidas en un remedo de estrella fugaz, sean visualizadas por sus deudos desde la tierra en una noche sin nubes. Algo así como si la esposa o el abuelo difuntos te dijeran adiós desde el cielo, derramando como despedida las lágrimas de San Lorenzo. 

Dicen que al dinero no le gusta la incertidumbre y no hay nada más seguro que “morir habemos”, así que el sector funerario es un valor seguro en bolsa por el que merece apostar, como demuestra el nivel de facturación de las empresas del sector, que representa un 0,13% del PIB español, porcentaje que resulta considerablemente incrementado y más que duplicado (0,34%) si se suman los seguros de decesos que, en el mismo año 2022, representaron una facturación de 2.600 millones de euros de las compañías aseguradoras en España. Unos y otros han sabido modernizarse para adaptarse a los gustos actuales, que han cambiado muchísimo en paralelo a las creencias de la ciudadanía, porque el morir siempre ha sido motivo muy principal de atención por parte de las distintas confesiones religiosas. A medida que la juventud urbanita se ha hecho más descreída que sus padres y abuelos, rechaza el macabro destino de ser devorado por los gusanos en el campo santo. Lo que ahora se lleva es la incineración, una modalidad que vive un auge manifiesto, frente a los enterramientos de antaño que están en claro retroceso y superan apenas el 50%. Aunque nos parezca algo moderno, es costumbre que llevan siglos practicando civilizaciones ancestrales como la azteca o la de la India, donde hay crematorios por todas partes. Sabemos que el rito lo practicaban, como recurso purificador, los vikingos y las gentes de la antigua Grecia dos mil años antes de Cristo. 

En las superpobladas urbes modernas, reducir los cuerpos a cenizas e incluso convertirlos en diamantes o piezas de arte, es un recurso inteligente para resolver un problema de espacio y así evitar que los muertos puedan restar espacio a los vivos. Para los cristianos, la incineración vendría a cumplir también con el antiguo principio del famoso pulvis es et in pulverem reverteris (polvo eres y al polvo volverás), que nos recordaban los curas marcando nuestra frente con una cruz cenicienta, cada Miércoles de Ceniza. Siempre me dio escalofríos ese ritual agorero y, desde luego, hoy me resulta mucho más romántica la idea de convertirme en “polvo enamorado, como reza el soneto de Quevedo.

Aunque nos guste dotar de trascendencia espiritual al tránsito entre la vida y la muerte, para el capitalismo no es más que un negocio suculento, de inversión más que asegurada, en el que la industria no pierde ripio de las tendencias hasta colarse por las costuras de los difuntos, adaptándose cual camaleón a lo que busca la clientela. El sector vive un auge arrollador y su oferta es inabarcable; puedes viajar al último destino en un Rolls Royce Phantom plateado, dentro de un féretro de bronce pulido a mano con herrajes en oro o bien escoger un clásico autobús inglés rojo de dos pisos para que familia y amistades te acompañen a la última parada. En el otro extremo de la oferta se encuentra una caja de cartón o materiales ecológicos de impacto medioambiental cero, con pizarras o wifi para acumular firmas de despedida y mensajes de condolencias que dejen la deseada huella narcisista en el espacio digital. 

Hay para todos los gustos y bolsillos. Por eso no entiendo que, siendo tan rentable la empresa, existan vivos que quieran aprovecharse de los muertos robándolos de residencias de ancianos y hospitales para traficar con ellos y estafar a las universidades. Está claro que “hay gente p’a  tó”, que diría el torero. Más aún me incomoda que, apenas cumplidos los sesenta años, tengas que soportar las impertinentes y reiteradas llamaditas de las aseguradoras ofreciéndote ventajas para tus exequias. “Así les resuelve el problema a sus hijos”, argumentan, como si no hicieras bastante en vida y tuvieras que seguir resolviéndoles los problemas a tus vástagos después de muerta. Señores y señoras de las compañías aseguradoras, tengan un poquito de por favor y dejen de llamar a la puerta de las personas cercanas a la jubilación amargándoles la alegría del momento. Piensen que su oferta es como si Caronte viniera a venderles los tickets para la barca cuando están a punto de degustar lo mejor de la vida. 

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