Politizar el cambio tecnológico
Tras la fiebre del “Black Friday” y en plenas vísperas de la Navidad, no hay día en el que no tengamos noticia de un nuevo cachivache tecnológico que limpia de manera más eficaz los rincones de la casa, que responde a tus órdenes verbales de manera más eficaz, que hace fotos más nítidas o con más opciones de formato, o de un ordenador que funciona marginalmente más rápido que su antecesor. La evolución frenética del sistema capitalista contemporáneo viene marcada por la dinámica hype. La creación de expectativas constantemente renovadas que van dejando por el camino, cada vez de forma más acelerada, lo que ayer servía y hoy es marginalmente obsoleto con relación al nuevo producto que acaba de presentarse como gran novedad. Es un proceso de “destrucción creativa” que, como afirmaba hace muchos años Schumpeter, es también la base del capitalismo tecnológico. Un marco en el que las desigualdades no son objeto de interés alguno, ya que la atención está puesta en el grupo de consumidores capaces de mantener la tensión creativa de consumo compulsivo.
Pero, más allá de la clara irreversibilidad de la presencia de la tecnología en nuestra vida cotidiana, todo indica que estamos asistiendo en vivo y en directo a un cambio de estatuto de las tecnologías digitales. Cada día avanzamos un paso más en una dirección en la que nuestra tradicional relación con las máquinas (también las de bolsillo) va a alterarse radicalmente. Gracias a los avances en Inteligencia Artificial (y lo que acabará desplegándose en computación cuántica) serán cada vez más las máquinas las que nos digan qué es lo correcto, cuál es la “verdad”. No nos debería extrañar que ello suceda, ya que, de hecho, los criterios utilizados para construir tales avances se han basado en que los nuevos instrumentos se parecieran a los humanos en las formas de razonar. Plantear un problema, ver posibilidades, contrastar supuestos y definir la alternativa de acción más eficaz y eficiente a partir de los parámetros previamente establecidos.
Lo más sorprendente y preocupante es que, gracias a su gran potencia de cálculo y a la capacidad de ir aprendiendo constantemente de lo que van haciendo, llega un momento en que ni los propios humanos implicados en estos procesos pueden explicar el recorrido que han seguido ni reproducir el razonamiento que ha llevado a la máquina a establecer sus conclusiones y definir el diagnóstico o la solución.
Estaríamos pues entrando en lo que Sadin denomina “la era antropomórfica de la técnica”. Una forma de ser humano que tiene además muchas ventajas. Es más rápido, más eficaz, más fiable, y, al mismo tiempo, no es entrometido ni caprichoso, ya que no pretende comprenderlo todo ni abarcar la complejidad del conjunto, sino concentrarse en el aspecto concreto solicitado. Pero, al mismo tiempo, es un “cuasi-humano” emprendedor, ya que es capaz de empezar a actuar a partir de las conclusiones a las que haya llegado. De esta forma, las máquinas pueden aconsejar actuar de cierta manera, decidir entre distintas opciones e incluso obligar a que los humanos que están en contacto con tales máquinas adapten su conducta a lo que ellas entiendan como “correcto”. Lógicamente, lo que se considera “correcto” acostumbra a relacionarse con criterios de utilidad, más relacionados con eficiencia (relación coste-resultados) que con eficacia (relación resultados-objetivos).
Lo que va sucediendo es que en la práctica todo ello va reduciendo y minimizando el tiempo de comprensión y de reflexión propio del ser humano. No incita, sino que desactiva la necesidad del aprendizaje individual y colectivo, ya que no se es capaz de competir al mismo nivel de potencia de cálculo o de razonamiento de la máquina. Y lo que puede acabar sucediendo es que se ponga en duda la capacidad de cualquier persona de decidir libremente. Nadie discute que la máquina puede ser mejor que el mejor jugador de ajedrez. Lo que deberíamos ser capaces de defender es precisamente la posibilidad de debatir alternativas, de combinar distintas subjetividades, de entrar en contradicción, de equivocarnos. Las sociedades avanzan contrastando distintos sistemas de valores, distintas “inteligencias”. Y es en ese contexto en el que vemos que lo que está en juego es la posibilidad de que se supere, por innecesario, algo tan humano como la incertidumbre y la búsqueda de soluciones comúnmente aceptadas.
No debería pues extrañarnos si cada vez más tengamos que hablar de los efectos sociales del uso invasivo de las tecnologías digitales. Hablamos de política cuando nos referimos a quién gana y quién pierde en cada decisión. La política es ese campo comúnmente aceptado de gestión colectiva del conflicto de intereses, en el que se debate a partir de valores que alimentan las motivaciones y argumentos de unos y otros. Se están poniendo en juego temas muy de fondo, como son el respeto a la dignidad de cada persona, la capacidad de que pueda decidir libremente sin que sea constantemente monitorizado en sus distintas peripecias vitales y, asimismo, que no todo en su vida tenga que ver con consumo y mercantilización.
Me parece que lo que irá estando en cuestión es quién es el responsable de lo que “hacemos”. Y me refiero a lo que hace cada quién, pero también a los artefactos que hemos creado y que poco a poco vamos dejando que decidan por nosotros. No creo que podamos enfrentarnos a todo ello con un poco de ética o de responsabilidad corporativa puesta al día. Recientemente la Unesco ha aprobado una guía en la que advierte de los problemas y sugiere algunas líneas de acción. Lo que hagan los gobiernos, lo que suceda en las ciudades, la fuerza que puedan articular movimientos y colectivos sociales a la hora de defender derechos y libertades, seguirán siendo clave para ver y explicar cómo van decantándose estos temas de debate entre política, democracia y economía digital y del conocimiento. Estamos en momentos en los que no podemos permitir que el automatismo mercantil y tecnológico decida por su cuenta. De la misma manera que no hay una sola economía posible ni una sola política posible, tampoco hemos de resignarnos a que la tecnología se nos presente como algo indiscutible y unívoco.
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