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Opinión - El porno es el nuevo demonio. Por Ana Requena

Poner puertas al porno: por algún sitio hay que empezar

Dos jóvenes usando un móvil. / EFE/Ernesto Mastrascusa

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Los niños empiezan a ver porno entre los 9 y 11 años, según los datos que maneja el Gobierno. Es decir, consumen y naturalizan un tipo de sexo irreal y violento (el predominante) casi antes de que sus padres les dejen ir solos al colegio por los peligros que ello pudiera suponer. Pero los peligros del mundo virtual son tan reales como los del mundo real: hay más posibilidades de que el depravado esté en un chat que de camino a la escuela.

La herramienta que ha presentado el Ministerio de Transformación Digital para asegurarse de que quien ve porno es mayor de edad no va a resolver todos los problemas, es un paso. Puede sonar absurdo o hilarante pero, entonces, ¿cómo podemos impedir que se sigan colando por el móvil y el ordenador de una generación entera contenidos que serán –junto a amigos igual de desinformados– su guía educativa en sus relaciones sexuales y afectivas? ¿Cómo protegerlos en redes de contenidos de pederastia o de agresiones sexuales que están al alcance de un botón en un sector, el tecnológico, que lleva dos décadas de ventaja respecto a la regulación que se ha empezado a imponer con la reciente Ley de Servicios Digitales de la UE? Ante la dificultad legal, jurídica y técnica de limitar los contenidos que nos llegan, queda limitar los usuarios que acceden a ellos.

El dilema en España no es muy diferente al que se plantea en Europa, y no solo con la pornografía. Restringir accesos o requerir datos extra a los usuarios apela a toda la población, no solo a los menores, y puede ceñir la libertad e incomodar la privacidad de una parte de ella. De ahí las críticas al hecho de que todo el quiera ver porno tenga que identificarse, lo importante es que podamos estar seguros de que no trascenderá su identidad. Ahora mismo, para ver porno, los niños solo tienen que apretar un botón que dice que son mayores de edad, como pasa en las redes sociales.

Mientras, por los móviles y los ordenadores de los menores se han metido y se siguen metiendo abusadores sexuales y pedófilos –los casos de adultos que se hacen pasar por niños para obtener fotos y vídeos íntimos se ha multiplicado–, contenidos pornográficos e imágenes violentas –como han denunciado padres de colegios de varias comunidades autónomas– o se han alimentado problemas de salud mental gracias a los diseños adictivos, algo contra lo que el Parlamento Europeo ha intentado luchar con un éxito aún incierto.

Al otro lado, una industria tecnológica que no está radicada en España, huidiza en la regulación y dispuesta a implementar cambios rápidos con sus vigorosos departamentos legales y de negocio.

Cualquier intento de constreñir el enorme mercado del consumo de internet y datos encontrará trucos, atajos y polémicas. La app Cartera Digital, que asegurará que el consumidor de porno es mayor de edad pidiéndole certificado digital o DNI electrónico, se lanzará tras el verano con algunos agujeros por rellenar y reconocidos por el propio Ministerio.

El mayor de ellos quizás sea que no apela mas que voluntariamente a las redes sociales o las plataformas de porno radicadas fuera de España (la mayoría), por motivos jurídicos. Otra pega que se está evidenciando es que obliga a los mayores de edad a identificarse y descargarse códigos QR. Ante la creciente indignación en algunas esquinas de la opinión pública, la pregunta es si vale la pena cierta incomodidad en la cadena si eso ayuda al eslabón más débil.

Su efectividad es, de momento, limitada –el porno se abrirá paso seguramente en los chats de menores mientras esto no se pueda regular con obligación debida–, pero la iniciativa lo intenta y permite entrever una intención mayor, que es la de llevar al debate público algo esencial y soslayado demasiado tiempo: la salud mental y sexual de una generación entera que necesita más educación en casa y el colegio, pero también la salvaguarda del Estado contra el hambre voraz de un sector con pocos escrúpulos. Es también un aviso a la industria y una campanilla para conciencia social. No, no es la luz al final del túnel, es la señal que hay al principio y que nos indica en qué dirección se puede encontrar la salida.

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