Mi problema con las transfóbicas (incluyéndome)
Cometo transfobia cada dos días. Mi hija me mira mal cada vez que me equivoco y le digo Vania a su amigo Iván. He dado por hecho que una mujer trans era un hombre cis en su propia cara. He sido poco sensible a la disforia de algunes, hablando por ejemplo de mutilaciones, porque ser directa siempre fue mi pistola. Nunca me acuerdo de poner advertencias a mis artículos, aunque hablen sobre temas difíciles y debería. Quizá porque yo misma me abro en carne viva cuando, aunque me advierten que no lo haga, leo los insultos racistas que me dejan los trolls cada día. A mí nadie me advirtió lo que iba a ser la vida.
Me he pasado varios días sin saber cómo resolver el dilema de que alguna trans, solo alguna, no me deje hablar de mi coño, ni de mi menstruación, tras siglos de callarnos la boca sobre nuestros asuntos, que ahora resultan que son privis. No voy a entrar en el challenge de las opresiones, pero me ha costado, me cuesta, con todo lo poco privilegiada que me he sentido siempre, mirarme como una privilegiada respecto a otres, pero lo cierto es que lo soy. Y le debo al transfeminismo mirarme así también, sin concesiones. Con esto quiero decir que soy una mujer cis pero por lo menos no soy blanca. Con esto quiero decir que soy consciente de mis propias cagadas porque se me han cagado demasiadas veces encima y sigue pasando.
En un artículo de Alana Portero, al que siempre vuelvo para curarme las fobias de todo tipo, ella está en la manifestación del 8 de marzo, preguntándose si encajará en medio de todas esas mujeres blancas vestidas de morado, cuando le sobreviene una imagen del pasado: el día que se desmoronó ante su psicólogo diciéndole que “lo único que quería era ser una de ellas, una de las chicas”. Y sin embargo, en plena celebración de la huelga feminista, a la que se ha atrevido a ir por fin tras dudarlo mucho, ella está ahí otra vez en medio de la multitud, sintiendo “el miedo de la mujer barbuda, el miedo del hombre elefante”. Solo porque no es, porque no somos exactamente como esas chicas. Y entonces la emoción se torna en cautela o la efusividad en prudencia porque hay algo que no se completa, porque no estamos todes.
Por eso, cuando alguien habla en nombre del feminismo para excluir, para hablar de usurpación en el movimiento, pero ni siquiera puede usar la palabra trans en femenino y esa omisión huele de lejos a transfobia; cuando apela a una criatura biológica llamada mujer para encabezarlo; cuando desliza que el sujeto político “mujer” está en peligro si se expande, si se diversifica, si incluye a más sujetos, me siento como si estuviera bailando en una fiesta, marchando en una manifestación, militando en un movimiento en el que no encajo y me quedan pocas ganas de estar, de hacer el esfuerzo, de seguir adelante.
No, las lesbianas, las bisexuales, las trans, las personas no binarias como sujetos políticos, no solo luchamos contra la opresión de lo heteronormal y por la libertad sexual, luchamos contra el patriarcado en toda su demencial violencia y racismo, porque es con nosotres con las que el patriarcado mejor se ceba. Yo como Alana pienso que es imposible “dejarnos llevar por esa marea mientras una sola mujer sienta que la calle no le pertenece o que sobra en esa comunión femenina”. Mientras sigamos pensando que el sujeto político del feminismo es más Ana Botín que Alana porque la primera es cis y la segunda es trans.
Nada mejor, entonces, que usurpar y contaminar ese sujeto puro y supremo del feminismo, porque el feminismo no es una identidad, el feminismo no es una mujer, el feminismo no es hegemonía, el feminismo es una suma de identidades para la auténtica revolución. Nadie intenta arrebatar el lugar de nadie en esta lucha. Dejemos de entender de una vez por todas el feminismo como una multitud uniforme de chicas en la que muches no encajan y sí como una comunidad diversa que nos abraza.