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OPINIÓN | 'El procés murió y bien muerto está', por Antonio Maestre

El procés murió y bien muerto está

El expresidente catalán Carles Puigdemont, interviene en el acto del pasado jueves en Barcelona

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Puigdemont arrastró por el fango los últimos rescoldos del que fue un movimiento de masas con nula capacidad para lograr sus objetivos políticos. El proceso independentista, incluso con su inutilidad, por el simple hecho de haber logrado canalizar las ansias de cientos de miles de catalanes, merecía mayor respeto que el que le otorgó el principal protagonista de su surgimiento. El procés sufrió una mala muerte con ese último acto ridículo y eso es lo único positivo que podemos sacar de esta semana, la muerte de un movimiento tóxico y vacío que no solo contenía las ansías independentistas de una parte de Cataluña, sino los intereses burgueses de una oligarquía parasitaria y la reacción totalitaria de un Estado que no sabe reaccionar de manera ponderada a los anhelos democráticos de una parte del pueblo. 

El procesismo boqueaba agonizante, y como todo movimiento político moribundo nos ofreció un último espectáculo decadente para enseñarnos que solo fue una carísima megalomanía inútil. El teatro del absurdo, como la filosofía, tiende a mostrarnos la dinámica humana para buscar el sentido de la vida mientras a su vez nos enseña la incapacidad para hallarlo. Entendido de esa manera y aplicado a la política no ha habido un movimiento más absurdo que el que inició una casta política en 2017 para intentar encontrar un sentido a su existencia sin haber logrado saber todavía qué pretendían lograr con cada acción, discurso, ley, promulgación, decisión o manifestación. El último acto fallido fue la actuación de Carles Puigdemont llegando a Barcelona siete años después para huir en diez minutos ayudado por una multitud de personas con sombreros de paja. 

Carles Puigdemont nos regaló una representación contemporánea de Eugene Ionesco. Los viejos de la obra “Las sillas” viven aislados en una mansión dentro de una isla. En la obra representan a los últimos supervivientes de un mundo postapocalíptico que para soportar su existencia piensan en los recuerdos de una vida pasada feliz, una nostalgia encendida que les lleva a invitar a un emperador para que ilumine a la humanidad. Los viejos de Ionesco, Poppet y Semiramis, saben que su existencia carece de sentido porque ya no es el presente en el que viven, sino que buscan significados nuevos a sus viejos recuerdos. Pero los recuerdos están falseados para cada vivencia y cada uno lo ve de manera diferente. En el fondo, los viejos de Ionesco, como los seguidores de Puigdemont y el MHP, viven de una fantasía resultando de un patético especialmente lastimoso. 

Los asistentes a la performance de Puigdemont en la investidura de Illa son una metáfora grotesca de esas sillas de Ionesco llenando el escenario como símbolo de la ausencia, de la nada, que cuanto más ocupan el escenario más ahogan a los viejos recordándoles su nula existencia. Los escasos 3.000 asistentes son un recordatorio de la vacuidad del procesismo, un movimiento otrora de masas que solo vive en el recuerdo de aquellos que siguen ocupando el espacio con impotencia. Las sillas de Ionesco, como los acompañantes de Puigdemont, son una representación de lo que nunca lograron. Una antítesis que representa la inutilidad, los manifestantes, como las sillas, representan un objeto inútil que ocupa el espacio para mostrar la nula capacidad para lograr sus objetivos políticos. 

El orador, al que esperan los viejos para la recepción, es sordomudo, y entonces todo se desmorona, todo se termina, las ilusiones se desvanecen y solo queda la nada. El orador de Ionesco es un semidios que los viejos creen que podrá transmitir a la humanidad el mensaje que los salvará. Cuando llega, ante un auditorio de sillas vacías, emite sonidos guturales vacíos de significado. Al contrario que en la obra de Ionesco, el discurso del emperador sordomudo no es el final que despierta a los asistentes de la ilusión. El procesismo ha inmerso a los escasos seguidores que aún creen en su potencial transformador en una disonancia cognitiva de tal calibre que al asistir a la impotencia de Puigdemont para poder realizar una sola de las promesas realizadas siguen considerando cada actuación suya un golpe maestro que los sigue mostrando el camino a la liberación. 

Si no me creen cuando digo que hay quien cree que Puigdemont hizo una genialidad política de una estrategia no dimensionable por las mentes mesetarias vean el último vídeo de la sionista Pilar Rahola hablando con cara circunspecta. Es difícil entender la fantasía en la que vive el procesismo irredento sin antes ver ese vídeo. Mientras la mayoría de la población ignoraba por completo la última actuación de Puigdemont, el resto lo miraba con cierta vergüenza ajena, como el espectador involuntario de un hecho cotidiano y bochornoso al que se asiste de manera azarosa sintiendo cierta conmiseración al asistir a la degradación humana de un mismo congénere pensando para adentro: “Que alguien que le quiera le diga que pare”. 

El procés murió. Lo reconocieron sus principales protagonistas, desde la CUP, con su nefasto papel estos años, hasta Carles Puigdemont en su último vídeo tras la escapada. Una década perdida que solo sirvió para enardecer sentimientos etnicistas, xenófobos y desclasados y desacomplejar la maquinaria del Estado profundo que una vez despierta del letargo fue activada para usarse con fiereza contra cualquiera que osara poner en cuestión el orden natural del poder. El procesismo fue una maquinaria contrarrevolucionaria perfecta que logró todo lo contrario que pretendía y convirtiéndose en el mayor enemigo del progreso. El procés también paró en seco la pujanza de la izquierda transformadora surgida tras el 15M al dejarla desubicada tras octubre de 2017 sin saber qué hacer con un debate público ahogado por el eje nacional. El procés murió. Bien muerto está. 

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