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La reforma electoral y el “espléndido aislamiento” del PP

Rajoy apelará a la OTAN a afrontar la amenaza yihadista sin olvidar Ucrania

Guillermo López García

A finales del siglo XIX se acuñó una expresión, “espléndido aislamiento”, para definir la política exterior británica, caracterizada por rehuir las alianzas permanentes con cualquier otra potencia. El imperio británico consideraba que, gracias a sus recursos, su población, la fortaleza de su economía y, sobre todo, su gigantesca flota (mercante y de guerra), podía permitirse llevar a cabo una política totalmente independiente, guiada por sus exclusivos intereses sin que tuvieran que verse arrastrados a conflictos indeseados por causa de sus alianzas. Como es sabido, dicha política no tuvo continuidad en el siglo XX, por razones de fuerza mayor (dos guerras mundiales).

Durante décadas, el PP ha seguido en España esa política de “espléndido aislamiento”. Una política que, en este caso, deriva tanto de la falta de interés de otros partidos por aliarse con el PP como de la escasa necesidad que ha tenido este partido por aliarse con otros. Por un lado, los otros partidos rehúyen al PP porque este partido suele dar, muy a menudo, el abrazo del oso. La naturaleza hegemónica del PP en la derecha española, obtenida trabajosamente a partir de 1982, le ha llevado a integrar en su seno a los restos de la UCD, primero; al CDS (invento de Adolfo Suárez que aspiraba a cierta posición de arbitraje en la política española, como partido bisagra y que desapareció en tres legislaturas) después; y a diversos partidos regionalistas con los que se alió para forjar mayorías en municipios y comunidades autónomas.

De hecho, el PP logró las que siguen siendo sus dos principales “joyas de la corona” municipales, Madrid y Valencia, a merced de sendos pactos (con el CDS y Unión Valenciana, respectivamente) que dejaron de lado al partido que había obtenido mejores resultados (el PSOE); esa infame práctica antidemocrática que ahora indigna a la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, pero que entonces le pareció muy bien (Barberá nos aclara: es que su pacto era bueno, no antidemocrático). Y que condujo en pocos años a la desaparición de sus socios de Gobierno, cuyos votos acabaron recalando en la “casa común” de la derecha: es decir, el PP. No cabe extrañar que este historial de absorción de otros partidos, unido a su acción política cotidiana, que no suele generar mucho entusiasmo entre los ciudadanos que no les votan, que genera más y más hostilidad entre más gente, haya provocado que casi nadie quiera pactar con el PP.

Pero esto no constituiría ningún problema para este partido en una situación como la que hemos vivido, en España, desde 1995, con un bipartidismo cada vez mejor engrasado, donde el PP, además, tendía a obtener mejores resultados en las capitales de provincia, y era capaz de hacerse por sí mismo con el poder en municipios y comunidades autónomas, sin necesidad de pactar con nadie. Pero esa época, como es más que evidente, se ha terminado. Las encuestas no suelen otorgarle al PP menos del 30% de los votos… Pero tampoco más. Y, dado el “espléndido aislamiento”, tampoco es que el PP pueda articular muchas coaliciones alternativas a los partidos que se le oponen.

La debilidad de los únicos aliados potenciales con que contaría hipotéticamente el PP de cara a los comicios locales y autonómicos es notoria: UPyD está inmersa en una crisis de crecimiento evidente, causada por las limitaciones de su hiperliderazgo en torno a Rosa Díez (que lleva, entre otros fenómenos bochornosos, a amagos de juicios estalinistas contra todo aquel que se sale de la norma, como hemos visto recientemente con los exabruptos de Carlos Martínez Gorriarán e Irene Lozano contra Francisco Sosa Wagner). Vox, que ya fracasó en su estreno en las Europeas, está autodestruyéndose a gran velocidad. Es dudoso que Ciudadanos logre representación en la mayoría de los ayuntamientos y CCAA españolas. Al menos, en solitario. Coaligados con UPyD sería otra historia, pero ya ha quedado claro desde UPyD, que eso no ocurrirá.

Es en este escenario, en el que las próximas elecciones municipales podrían provocar la pérdida del poder municipal del PP en gran número de ayuntamientos, donde Mariano Rajoy ha presentado su propuesta de “regeneración democrática”, consistente en darle la mayoría absoluta al partido que obtenga el 40% de los votos. Una propuesta que es, sin duda, impresentable; por los plazos con los que se presenta, a escasos meses de las elecciones, y porque es evidente lo que se busca.

La propuesta de reforma es un ejemplo claro, uno más, de la ceguera a la que puede conducir la necesidad imperiosa de mantener el poder (algo hay que hacer para continuar pagándole el sueldo del ayuntamiento de Valencia a Luis Salom, que aún tiene que registrar muchos nombres de otras agrupaciones políticas). Y, además, aunque los promotores de la reforma aún no se han dignado detallarnos con claridad en qué consistiría, es dudoso que funcione. Dudoso que lleguen a un 40% en la mayoría de los municipios españoles para obtener esa prima de concejales que les diera la mayoría absoluta. Dudoso que no haya ningún tipo de reacción por parte de la oposición, que –si tiene algún afán de autoconservación- se organizará en coaliciones previas que desactiven los evidentes objetivos de la medida, convirtiendo el riesgo de un “todos contra el PP” posterior a las elecciones, que es lo que se quiere impedir con la reforma, en un “todos contra el PP” anticipado.

Y además, conviene no olvidarlo: este tipo de reformas unilaterales, en cuestiones tan sensibles como el sistema de elección de los representantes de los ciudadanos, sientan un precedente. De la misma manera que el PP no tiene ahora ningún inconveniente en emplear el rodillo parlamentario de su mayoría absoluta (de la que probablemente no vuelva a disfrutar en mucho tiempo), ese mismo rodillo se le puede aplicar al PP en futuras legislaturas. Y hay muchas reformas que pueden perjudicarle.

Por supuesto, se podría revertir totalmente esta reforma para las elecciones municipales, o incorporar un sistema de elección directa de alcaldes en segunda vuelta que, dada la situación actual y el claro sesgo hacia la izquierda que se ha producido en la sociología electoral española, provocaría el acceso a muchísimos ayuntamientos de alcaldes elegidos por los partidos de izquierda (razón por la cual el PP no busca hacer esa reforma, sino el surrealista encaje de bolillos a una vuelta y con un 40% que propone).

En cuanto a las Elecciones Generales, se podría eliminar la asignación directa de dos escaños a cada provincia española, con independencia de la población, que provoca que las provincias menos pobladas, en las que la derecha española, desde 1977, sistemáticamente obtiene mejores resultados (y, de hecho, por eso se configuró así el sistema cuando lo idearon los sabios de UCD y Alianza Popular), escojan muchos más escaños de los que les corresponderían por población. También se podría eliminar la circunscripción provincial, sustituyéndola por una autonómica, o por una circunscripción única para todo el territorio.

Medidas, todas ellas, que dificultarían sobremanera las cosas para el gran partido de la derecha española. Medidas que nunca se han tomado hasta la fecha, entre otros factores, por el conocido axioma de que ningún partido cambia nunca la ley electoral con la que ganó las elecciones. Y, precisamente por ello, las leyes electorales suelen permanecer inalteradas durante mucho tiempo. Y, si se cambian, suele hacerse merced a un amplio consenso partidista; no por los problemas de última hora en la agenda electoral del partido que manda.

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