Regreso al Berlín que derribó el Muro
Treinta años han pasado desde la caída del Muro de Berlín. Un aniversario redondo pero no tanto como para que despierte el interés que está suscitando de nuevo. Se diría que muchos miran a aquel hito que cambió el rumbo de la historia, tal vez para encontrar un punto de partida al delicado momento que vivimos. Es mi caso, seguramente porque tuve el privilegio de ver cómo se abría la puerta del paso fronterizo en el puente de Bornholmer de Berlín Este. Los miembros del equipo de 'Informe Semanal' de TVE habíamos llegado apenas 20 horas antes para cubrir el estallido social que se estaba produciendo en la RDA, como en otros países de la órbita soviética.
Allí fue donde primero se franqueó la entrada, como atestigua una placa conmemorativa. Una cadena de malentendidos y oportunas casualidades nos hizo estar en el lugar adecuado. Toda la peripecia tiene grandes tintes novelescos porque la vida los sirve si queremos y nos atrevemos a verlos. Un embajador, todo un Álvarez de Toledo, descendiente directo del Duque de Alba, que quiere contar lo que está viendo con un gran sentido de la realidad y nos invita a su residencia para comentar la apasionante jornada. El puente al lado de su casa. Y un oficial al mando, Harald Jagger, que ve allí a medio centenar de alemanes y un equipo de televisión occidental que no hace caso a sus órdenes de apagar focos y micrófonos y marcharse. Y que llama a pedir instrucciones y no encuentra a nadie –recuerden que no había móviles en 1989-. Así que decidió dar la orden: “Pueden pasar”. Y pasamos. Todos. Lo previsto era dar una nota de prensa al día siguiente para contar los detalles de la nueva ley de viajes. Y esto es solo parte de la historia.
A partir de ahí el derribo del muro fue imparable. Porque acudieron de todas partes miles de personas a trepar y a picar con sus propias manos. El muro había caído, menos de dos años después se disolvió la Unión Soviética, y con ella la Guerra fría. El sistema basado en dos bloques que funcionaban en contrapeso el uno del otro había acabado y quedó el capitalismo como sistema hegemónico y sin control alguno.
Como periodista había sido testigo de la Historia, de esa que se escribe con grandes caracteres. Ya apenas ocurre así, atados los periodistas a una mesa y sobre todo a la precariedad de medios y al cambio de objetivos de la comunicación. Muchas cosas han cambiado desde aquel 9 de noviembre en el que cayó el Muro de Berlín. Por eso, como otros, he vuelto a mirar a Berlín para seguir preguntando qué pasó desde entonces, que nos ha traído a este momento turbador en el que vemos renacer al fascismo y sentarse en las instituciones como avanzadilla de un futuro inquietante. Con recortes de libertades y el abismo entre pobreza y riqueza. Hay que seguir contando la historia, informando de los extremos que la componen, analizando los porqués.
Puede que quien mejor lo explicara en su día fuera José Luis Sampedro en Los mongoles en Bagdad (Destino, 2003). Aquel fin de los equilibrios entre los bloques, llevó a consagrar que “el dinero, es la medida de todas las cosas”, escribió Sampedro, argumentando que las cosas habían pasado a estimarse y computarse, “según su precio y no según su valor”, hasta los Derechos Humanos. Algo que es bien constatable en el muro líquido del Mediterráneo.
En la caída del Muro de Berlín está, en buena parte, el origen de los problemas que hoy padecemos. Pudo hacerse de otra forma, ahondar en el Estado del Bienestar que la socialdemocracia había creado en Europa, en lugar de subirse al carro de los aires neoliberales. Y, probablemente, volviendo a poner al ser humano “como medida de todas las cosas”, que alguna vez lo fue, encontráramos los caminos perdidos. Porque hoy, la enorme frustración de mucha gente por la falta de respuestas de la política a los problemas, la escuela de la banalidad, y una relajación de los principios éticos, están aupando los fascismos.
Invitada por la televisión pública Deutsche Welle, regreso a Berlín y al puente de Bornholmer que no guarda ni una huella de aquella puerta que impedía el paso y que aquella noche histórica se abrió. Pero en un recorrido inesperadamente emotivo es fácil comprobar que el muro sigue estando presente en la vida de los alemanes. Les ha marcado profundamente y no llegan a fundirse los dos modos de vida tan diferentes en los que crecieron. También están prendidos de insatisfacción y desencanto como un gran número de ciudadanos de cualquier parte y temen el aumento de la extrema derecha que ya es la segunda fuerza más votada en algunos de los lander, especialmente germanorientales, como la respuesta más caótica a los problemas. El rígido paso del Checkpoint Charlie, por el que entramos a punto de iniciarse el 9 de noviembre de 1989 de noche y con niebla, es hoy un reclamo de atrezo para turistas que se hacen selfies. Nunca pareció tan pequeño. Pero en Berlín la cultura resiste y sigue siendo argamasa y estrella de toda celebración como la de este 30 aniversario.
Hemos levantado muchos más muros físicos (los 15 de 1989 han pasado a ser más de 70) y hemos erigido fuertes murallas mentales. Lo contamos en un libro colectivo que vuelve a mirar al Muro de Berlín para saber cómo se derrumban los muros de la vergüenza (todos los que separan a las persona son de la vergüenza). Y cómo se tienden puentes. Las mujeres se han levantado, hay un salto espectacular desde 1989, aunque quede mucho por hacer. Nos preocupamos por fin de que solo tenemos un planeta Tierra y hasta algunos descubrieron que respirar es un ejercicio bastante necesario. Con toda la complejidad de los intereses que lo invaden, Internet es una revolución en las comunicaciones que nos acerca a todos y a compartir objetivos. Hay que mirarlo bien. Usarlo bien.
Por supuesto que la involución dominante quiere frenar los logros, con especial énfasis al feminismo, pero los puentes están ya tendidos. Los peores muros son los que no se ven. El muro que impide ver, el que tapa lo que no conviene a los intereses dominantes, el del silencio, el del miedo, sobre todo este. Dice Javier Pérez de Albéniz en nuestro libro que “Berlín debía elegir un material para su reconstrucción, si realmente aspiraba a superar el pasado gris y convertirse en una ciudad luminosa, estable, eterna. Se decantó por un material sólido, por un futuro consistente: apostó por la cultura. El mejor remedio para cerrar la cicatriz de cemento que la había partido en dos”. Nada que ver con los adoquines arrojadizos y esos son los que ahora dominan. Lo mejor es que lo hizo con la solidaridad que ahora añoran los viejos germanorientales y compartiendo, con la alegría que sintieron a ambos lados. Enseñan los caminos que funcionan.
Berlín también necesita aprender de sus lecciones. La desigualdad entre el Este y el Oeste persiste treinta años después, pero en este 2019 vuelve a mirar intensamente en las raíces, como hacemos o debemos hacer todos con las nuestras. Porque sin duda hay muchos muros que derribar y muchos puentes que tender. Hoy ya sabemos que tumbando el muro del miedo caen prácticamente todos los demás.