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Salida de emergencia

Interior de la cabina del vuelo de Iberia a Gran Canaria que fue denunciado por su alta ocupación

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Hace una década saltó una falsa alarma a mitad de un vuelo de British Airways Londres-Hong Kong. Los pasajeros debían prepararse para un amerizaje de emergencia. El pánico, por supuesto, se desató a bordo, aunque la tripulación logró calmar a los viajeros y explicarles que se trataba de un fallo técnico y el mensaje había saltado por error. La mayoría no se quedaron tranquilos hasta que el avión aterrizó. No importaba que fuera imposible acabar en el mar sobrevolando tierra en todo momento. 

Los miedos a volar están suficientemente estudiados. No solo estos, también el estrés que provoca en todos los pasajeros. El catálogo de temores y fobias se dispara ya desde la llegada al aeropuerto, para quien sufre agorafobia, fobia a las multitudes, o acrofobia, a esas alturas a las que pronto se estará expuesto. A partir de ahí se pueden sumar el miedo al extraño, fácilmente entendible y difícil de superar cuando vemos con quién nos toca compartir ocho horas de vuelo, la claustrofobia o, por supuesto, el propio temor al vuelo, a que el avión, por mucho que digan las estadísticas que es más fácil que se estrelle un coche o descarrile un tren, caiga en picado. Mientras algunos caigan, a ver quién nos convence de que no es el nuestro. Cualquier mínimo vaivén, la más leve de las turbulencias, desata todo los miedos. Como en algunas parejas.

Pero no existen estudios sobre cómo nos comportamos en los aviones en las situaciones más corrientes y poco permite conocer mejor al ser humano. No hay como meternos a 200 en un avión para que afloren nuestros peores instintos. También, en ocasiones, los mejores. Embarquen y desembarquen, por ejemplo. A la entrada siempre hay quien trata de bordearte o saltarte como si le fueran a quitar el sitio o así llegara antes a su destino. A la salida abandonamos el avión como una manada desbocada. Da igual que sepas que después esperarás recogiendo la maleta o en el autobús que aguarda a pie de pista. También sucede cuando sirven la comida. Sea la hora y el menú que sea, algunos comen como si acabaran de rescatarlos de una isla desierta. Por una inercia extraña, sin apenas masticar, probablemente por la ansiedad inconsciente que provoca el vuelo. Presenciarlo justifica el miedo al extraño y dispara también el odio al rico: en primera clase los hay que comen igual, pero no tienes que verlos.

La mejor evidencia de cómo somos, sin embargo, sucede justo antes del despegue y revela que, ante todo, somos seres conservadores. Por eso la tripulación explica a quienes ocupan las salidas de emergencia que en caso de accidente o aterrizaje forzoso, cuando desencajen la puerta de emergencia deben arrojarla fuera. El impulso, incluso en pleno caos, quizá sea dejarla dentro. Aunque el avión se vaya a hundir o esté ya en varios pedazos tal vez pensamos que la puerta se pueda salvar... Y eso, frente a todo lo anterior, da esperanza en el ser humano: también somos optimistas. O, sí, lo sé, aún más tontos que en tierra firme... Pero prefiero quedarme con la primera hipótesis. Por optimismo.

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