Señales de humo
Una densa columna de humo negro y maloliente desató la alarma hace unas semanas. Entre la sorpresa y el pánico, los vecinos de Seseña y muy especialmente los de la llamada “ciudad de El Pocero”, contemplaban cómo el siempre amenazante e ilegal vertedero de neumáticos más grande de España ardía de manera incontrolable.
Dos símbolos, uno el de la negligencia y el otro el de la burbuja inmobiliaria, unidos por las llamas. Y unos ciudadanos encerrados en sus casas, con los colegios clausurados y la vida detenida, por miedo a intoxicarse con los gases provenientes de la combustión del caucho.
Alarma y portadas espectaculares en todos los medios. Así somos. Los mismos ciudadanos y periodistas que hemos pasado como sobre ascuas por el tema de la estafa masiva de la industria automovilística con la emisión de gases venenosos de los motores diesel, nos rasgamos las vestiduras por el humo negro de Seseña. Y mientras tanto, seguimos respirando tan tranquilos y por años las partículas cancerígenas que la poderosa industria del automóvil ha decidido regalarnos.
Está pasando algo parecido con el virus del zica. Se tuvieron las primeras noticias de su existencia en 1947 en Uganda. Hubo varios brotes por Asia, también en alguna isla del Pacífico. Pero solo empezamos a preocuparnos (y no mucho) cuando en 2015 salto a Brasil y de allí a más de 20 países de América Latina. Han tenido que llegar unos Juegos Olímpicos y que el asunto inquiete a un puñado de deportistas de élite para que de verdad empiece a interesarnos.
Como sucedió con el ébola. Después de miles de muertes en África, hasta que no tuvimos el virus a la puerta de nuestras casas no fuimos conscientes de su gravedad. Ya sabemos lo que ocurrió: con una sospechosa rapidez apareció un tratamiento muy efectivo que controló de manera casi total la epidemia. Pasamos milagrosamente de las portadas escandalosas al silencio total.
Ahora tenemos dos escenarios que se le parecen. Uno, que conozco bien por mi oficio, es el de los medios. La señales de humo vienen de lejos. Ya en 2000 algunos empezamos a avisar de lo que iba a suceder. Nos tacharon de alarmistas, de cenizos, cuando en realidad ni los más aventurados pensábamos que la crisis iba a ser tan profunda y disruptiva. Pero ahí tenemos a casi todos los ejecutivos de los periódicos ahogados, ahora sí, por el humo de internet; rodeados por las llamas de las redes sociales; a punto de naufragar por los baquetazos de una tecnología que no comprenden, asidos a sus poltronas dispuestos a que se hunda el barco antes que tener un rasgo de honradez y ceder el timón a alguien con un poco de criterio.
El otro escenario le conocemos todos. Las señales de humo de la corrupción, el amiguismo y la baja calidad de nuestra democracia provocaron hace cinco años un 15M explosivo de reivindicaciones y dignidad. Los políticos profesionales prefirieron ignorar el mensaje. Siguieron atados a sus ritos. Pensaron que nada de lo que estaba pasando en las plazas iba con ellos. Llevaban tantos años controlando el sistema, que jamás sospecharon que hubiera resquicios por los que poder desestabilizarles. Algunos, incluso, retaron con chulería a los manifestantes: convertiros en una opción política, presentaros a las elecciones, ganarnos en el juego democrático. Pues bien, ya sabemos lo que pasó en las europeas y se ratificó con fuerza en las municipales y el 20D.
Ya no es humo. Y sigue sorprendiendo la incapacidad de políticos y partidos para encarar la verdadera sustancia de las reivindicaciones. Necesitamos que recuperen el sentido verdadero de su trabajo, o que se vayan. Por encima de ideologías, no pueden seguir atados a sus intereses personales o de los aparatos de sus partidos. O se liberan de esos compromisos y abrazan la defensa de los derechos de los ciudadanos o veremos muy pronto cómo partidos centenarios y fundamentales en la historia de España acabarán siendo irrelevantes.