Silicon Valley Bank: la miseria regulatoria de una clase dominante
Las explicaciones sobre la crisis del Silicon Valley Bank (SVB) nos sugieren dos conclusiones: la primera, que su quiebra se debe únicamente a las malas decisiones de sus ejecutivos -sobre todo, a la de haber adquirido miles de millones de dólares en una deuda pública que recientemente ha perdido muchísimo valor-; y la segunda, que, en cualquier caso, el desangramiento ha quedado cauterizado, y que todo miedo de contagio refleja una sobrerreacción que terminará cuando caigan los títulos de crédito de este episodio piloto.
El dinero es una promesa de pago, un acuerdo social cuya sostenibilidad depende de la confianza depositada en una serie de elementos físicos o virtuales. Dinero son las monedas y los billetes, pero también los depósitos bancarios y la deuda pública estatal. Para unos cuantos, las criptomonedas han sido dinero hasta que han dejado de serlo.
Como afirman lúcidamente los economistas Michael Pettis y Mathew Klein en un libro estupendo, Las guerras comerciales son guerras de clase. Cómo la desigualdad distorsiona la economía y amenaza la paz (Capitán Swing), la mayoría de los ciclos económicos más agudos han comenzado a partir de circunstancias entre las que suele destacar un cambio de definición en el dinero; dichos ciclos suelen dar lugar a una expansión económica y financiera y, a su vez, a una sensación colectiva de euforia. Galbraith afirmaba en su Historia de la euforia financiera que dicha euforia es, en suma, la ilusión de no poder equivocarse. Pero esta es siempre la música de fondo de una borrachera de crédito que con el tiempo provocará una depresiva resaca. En dicho estado de penitencia etílica todos somos iguales, pero algunos son mucho más iguales que los demás.
El poder bancario reside en su capacidad de crear dinero de la nada, al convertir los créditos en depósitos: un préstamo de 200.000 dólares concedido a una empresa tecnológica emergente que se dedica a optimizar determinados filtros de Instagram pasa automáticamente a ser un derecho de cobro del banco -que con los años recuperará el préstamo y con ello su inversión- pero, al mismo tiempo, también un derecho del prestatario -la empresa- a disponer de un nuevo depósito por un valor de 200.000 dólares.
La expectativa de crecimiento en un determinado sector, como el tecnológico, incentiva la creación de más y más dinero bancario; el valor -otro consenso social- de estas startup tenderá a subir y la perspectiva de auge conducirá a más y más préstamos.
De ahí que los bancos se configuren como entidades incentivadas para alargar y exagerar los ciclos -valores tecnológicos, hipotecas, etc.-, pero que, sin embargo, no están diseñadas para cargar con el castigo de las quiebras, pues en sus balances albergan el dinero de muchos depositantes. Los rescates de la banca pueden entenderse, por tanto, como una subvención a este comportamiento peligrosamente bipolar. El fondo de garantía de depósitos estadounidense, el FDIC, cubrirá cantidades superiores a los 250.000 dólares establecidos por ley, con lo que espera estirar el salvavidas a todos los clientes del banco SVB.
Las instituciones financieras construidas con el paso de los siglos para hacer frente a estos asimétricos riesgos han permitido paliar los pánicos, pero han creado nuevos problemas. El objetivo final, que familias y empresas confíen en que su dinero está seguro, ha promovido comportamientos irresponsables. Si hay líneas de crédito para salvar bancos, el cálculo de riesgos por parte de estos queda notablemente alterado. Si la aspirina que me cura la resaca es demasiado efectiva, es posible que en la próxima fiesta beba durante dos horas más. La aspirina terminará haciendo coalición con la futura úlcera estomacal.
Sorprende, por ello, que en un contexto de tipos de interés tan bajos como el vivido durante todos estos años, los reguladores no hayan previsto este tipo de desenlaces. Centrados en ganar la última guerra, como ha afirmado Gillian Tett en Financial Times, las autoridades responden antes a los riesgos identificados con el pasado que a los que exigen de un ejercicio mayor de imaginación.
Pero hay más. Las respuestas de las autoridades pueden generar relaciones clientelares entre bancos centrales y privados, sobre todo si entre estos se producen intercambios de ejecutivos. A este respecto, el periodista Miguel Jiménez destaca en un interesante reportaje en El País cómo en el consejo de la Reserva Federal de San Francisco, supervisora del SVB, se sentaba precisamente el antiguo consejero delegado de este banco; y cómo en el del también quebrado Signature Bank había recalado precisamente Barney Frank, uno de los promotores de la ley regulatoria Dodd-Frank de 2010, posteriormente relajada.
No es extraño que esta estructura promueva cambios que precipiten situaciones críticas. Diego Larrouy escribía este martes en ElDiario.es sobre la relación que podía establecerse entre este reciente colapso financiero y la reforma regulatoria impulsada por el gobierno de Donald Trump en 2018; y hace solo un mes, Antonio Vélez exponía en este mismo sitio cómo más de 70 altos cargos de los reguladores españoles de energía, telecomunicaciones o competencia habían pasado a puestos directivos del sector privado durante las últimas décadas.
Nadie queda libre de una clase dominante que supera la teórica diferencia entre Estado y mercado. Dicha clase no está sujeta a los incómodos controles democráticos, ni tampoco a los consecuentes castigos que deben cobrarse los errores y negligencias más o menos conscientes. Esta élite, política y financiera, parece querer cobrarse su próxima víctima: unos bancos centrales que llevan décadas sin acertar y que se muestran impotentes, con unas criptomonedas que en los últimos días parecen jugar también el papel de moneda refugio. Afortunadamente para los ejecutivos de estas entidades hay numerosas salidas en un sector privado paradójicamente público.
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