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La ultraderecha se aprovecha de la pandemia

Protesta de negacionistas en Santiago, el pasado mes de julio.

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¿Cuántos ciudadanos están en contra de que se les apliquen nuevas restricciones para parar a la Covid? Seguramente no más que los que están dispuestos a aceptarlas. Pero deben ser muchos, seguramente cada día más. Tantos, que constituyen uno de los factores decisivos, junto a los previsibles efectos económicos negativos de medidas restrictivas, para que nuestros gobernantes duden sobre qué hacer ante el nuevo arreón de la pandemia.

Hasta el momento no hay encuestas mínimamente sólidas sobre cómo está reaccionando la población ante el nuevo crecimiento de los contagios y la amenazante aparición de la variante ómicron. Pero en el ambiente se palpan algunos síntomas. El primero y más claro es la decepción. Entre la ciudadanía se había ido instalando, alentada por el discurso oficial, la sensación de que la pandemia estaba ya doblegada, de que las vacunas habían hecho el milagro. De repente, y de forma espectacular, de un día para otro, ha descubierto que esa ilusión era falsa, de que sigue habiendo motivos para tener miedo. Quienes les habían venido a vender que la cosa estaba hecha, no han debido de salir muy bien parados de tal chasco.

Otro síntoma es el creciente caudal de argumentos para criticar la actuación de los responsables políticos e incluso de los expertos en la lucha contra la pandemia. Deslenguados de todos los colores, páginas de internet sin cuento e incluso alguna cadena televisiva de las grandes, se apuntan a esa tarea. Y la gente repite esas críticas en su entorno. La autoridad y la credibilidad de los que tienen el mando de las operaciones no atraviesa su mejor momento.

Se sabe de siempre que cuando las cosas no van bien, son muchos los que se apuntan a echarle la culpa a alguien, aunque en este caso no sea fácil encontrar a un responsable que no sea el virus mismo. Basta repasar por encima la literatura de la época y algún libro de historia para comprobar que siempre que ha habido una pandemia se han pergeñado las teorías más inverosímiles para explicar su origen. Donald Trump se apuntó a la lista con su versión de la conspiración china contra Occidente y todavía hay gente, en España, que sigue creyendo en esa falacia.

Las circunstancias del momento presente facilitan que se recrudezcan esas tendencias. Los críticos profesionales, esos que con frecuencia salen en las teles, están aprovechando la incertidumbre que han provocado tanto el recrudecimiento de la pandemia como la aparición de la variante ómicron para intensificar su actividad. Porque el hecho de que haya aún sectores de la población que no se han vacunado -hasta 4 millones de españoles, según parece- no explica todo el aumento de los casos y está claro que no pocos de los nuevos contagiados, aunque sean una minoría del total, son personas que habían recibido la primera e incluso la segunda dosis. ¿Quiere eso decir que las vacunas están fallando, que los laboratorios exageraron los márgenes de eficacia, de más del 95 % en las más utilizadas?

Lo que ha ocurrido con ómicron tampoco es muy tranquilizador. Aparte de su aparición y desarrollo, aceleradísimo, en aquella parte del planeta que los países ricos habían olvidado como si eso fuera a resultar gratis para siempre, la reacción histérica de los primeros momentos, en las bolsas y en muchos gobiernos, no habla precisamente bien de los que mandan, empezando por la Organización Mundial de la Salud, y tampoco de que se sientan precisamente seguros de lo que tienen que hacer.

En España, al menos hasta hoy, el Gobierno no ha cometido errores de improvisación. Y como era de esperar, algunos exponentes de la derecha se lo han criticado. Ahora callan porque no tienen más que decir, porque ni ellos, que suelen tener soluciones fáciles para todo, saben por dónde hay que tirar. Eso sí: Isabel Díaz Ayuso es de nuevo la excepción. Y cuando varios otros barones regionales del PP se esfuerzan por que los tribunales les autoricen esa medida, la presidenta de la Comunidad de Madrid se ha apresurado a afirmar que en su región no habrá pasaporte Covid.

No hacen falta encuestas para predecir que esa iniciativa gustará a mucha gente. En Madrid y en el resto de España. A todos aquellos que no quieren que les toquen más las narices con la pandemia. En mayo se comprobó que el laxismo del gobierno Ayuso en materia de restricciones para el sector de la restauración dio muchos votos al PP. El fenómeno podría repetirse.

Sobre todo si se tiene en cuenta que la actitud de la señora Ayuso es la misma que están adoptando buena parte de los partidos populistas, de ultraderecha, pero también de ultraizquierda, que hay en Europa, particularmente en el centro y en el este del continente. Esos partidos han pasado de posturas tibias ante el negacionismo y los grupos contrarios a las vacunas a una beligerancia abierta contra todo tipo de medidas restrictivas, empezando por el uso de mascarillas.

Y están teniendo un éxito notable. Las manifestaciones “anti” de Austria, Holanda, Bélgica, República Checa, Suiza y Alemania se cuentan entre las más nutridas de los últimos años. Y van a seguir. La ultraderecha, que estaba un tanto en baja, está aprovechando el hartazgo de la ciudadanía por la sucesión de políticas restrictivas que no logran parar la pandemia para resurgir. Y según algunos expertos, para volver a subir. Y no poco.

Para su desgracia, el gobierno español y los más cuerdos entre los autonómicos, no van a tener más remedio que tirar de los remedios de siempre para tratar de atajar la presente ola de contagios y la que se nos viene encima. Sabiendo además que eso no va a ser bueno para la economía, que ya se está parando por su cuenta con respecto a las previsiones más optimistas.

Si, como temen algunos de los que saben, la tasa de contagio empieza a acercarse a los 900 dentro de algunas semanas y si las sospechas más inquietantes sobre ómicron empiezan a confirmarse con datos -aunque algunos responsables mundiales, entre ellos el presidente de la Reserva Federal norteamericana, ya las da por ciertas- Pedro Sánchez y los suyos tendrán que arremangarse. Y llamar las cosas por su nombre. Solo así, y tomando medidas y haciéndolas cumplir de verdad, podrá frenar o cuando menos aislar la ola oportunista, y hasta suicida, de los ultras que no quieren que se haga nada. Aunque no sea una tarea muy popular.

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