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Libertad

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Prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila.

(Lema republicano latino)

La libertad puede definirse en términos positivos. Por ejemplo, la libertad puede concebirse como una suerte de entereza estoica del carácter que doblega las pasiones más impetuosas para ceñirse a unos propósitos racionales estrictamente elegidos con arreglo a la virtud; también, como el acatamiento de unas leyes justas que el propio individuo en colectividad se ha dado soberanamente (autogobierno). Pero la libertad también puede definirse negativamente y escalando grados desde lo más excelso a lo más grosero: así, la ausencia de condición ancilar ante un señor, caudillo o tirano o, asimismo, la privación de injerencias en el proyecto individual o, aun colectivo, de que se quiera formar parte. Lo que me parece menos evidente es que la capacidad de elegir compulsivamente bienes de consumo al antojo propio (libre no es equiparable a licencioso), que comer carne o hacerse vegano o, aún más, que elegir de manera vehemente entre un menú político en un régimen que no cumple adecuada ni completamente las condiciones de representación pueda llamarse, sin desdoro del concepto, libertad —toda vez que la capacidad ciudadana de intervenir en política y no ser un «idiota» etimológico me parece decisiva en lo que aquel ideal o valor pueda concernir.

Lamentablemente, el relato de que el cuerpo social de la ciudadanía lo conforman agentes con derechos y deberes, autónomos, responsables y libres resulta ya un tópico que hiede a idea que ha de fundamentar de manera biempensante el régimen sociopolítico e ideocultural en el que nos desenvolvemos, pues lo contrario nos llevaría una especie de enajenación indeseable. Pero entonces, ¿qué inquietante relación pragmática se entabla con la verdad si no damos por bueno del todo este esquema? Debe concederse que, cuando de necesidades de praxis social se trata, el vislumbre de la verdad será siempre tarea ardua y, caso de alcanzarse, difícil de mantener demasiado en el tiempo; mientras que la praxis social, una vez desvelada la verdad, será tanto más difícilmente soportable a partir de ese momento en que se haya podido medir la distancia entre ambas.

Sentado el supuesto hecho de que la autonomía y libertad en las prácticas sociales es en alguna medida ilusoria, como una dosis no pequeña pero tampoco inalcanzable de perspicacia puede llevarnos a advertir, tendremos que concebir la libertad como algo más modesto; si acaso, como una serie de hábitos con base en cierto instinto de conservación social que oblitera en medida no desdeñable la lucidez necesaria para descreer de la propia autonomía, aunque tampoco gratuitamente, sino en aras de cierto provecho y conveniencia civiles, huelga decir.

Admitámoslo: encontrarnos persuadidos de que cada «agente social» (nótese el amaneramiento del sintagma) lleva a cabo, sin mayores injerencias, acciones de las que responde con libertad y que, por tanto, opina y juzga con arreglo al propio criterio que se ha formado constituye el núcleo de un dispositivo extremadamente efectivo para el mantenimiento del orden social. Porque lo contrario, esto es, andarse persuadiendo diariamente de que la condición libre y autónoma propias no constituyen sino una perversa ficción fruto de imposiciones obliteradas opondría grandes obstáculos al obediente y diligente cumplimiento del conjunto de deberes morales que legisla una sociedad toda.

Este tipo de pesquisas incómodas ponen en tela de juicio gran parte del tejido social que nos sostiene y a cuyo sostenimiento no poco contribuimos también nosotros mismos. Pero lo que sí que me parece un deber moral que he de cumplir con arreglo a mi libertad personal y profesional es compartirlas, si es que no me llamo a engaño y estoy siendo víctima, mientras escribo estas humildes letras, de lo mismo que aquí denuncio.

Quién sabe.

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