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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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Doña Michelle y sus dos maridos

Alejandro Corvalán

Hace un par de semanas, la socialista Michelle Bachelet asumió la presidencia de Chile. Poniendo fin a un breve interludio de la derecha en el gobierno (2009-2013), con ella vuelve al poder la centro-izquierda, sector que administró el país por dos décadas, desde el fin de la dictadura (1989-2009). Bachelet asume en un ambiente de grandes expectativas, que se entienden mejor al revisar algunos acontecimientos recientes de la política chilena.

La Concertación fue una coalición de centro-izquierda exitosa tanto en lo político, donde administró el retorno a la democracia, como en lo económico, donde gestionó una década de alto crecimiento y reducción de la pobreza heredada de Pinochet. No obstante, en ambas áreas las reformas concertacionistas fueron acotadas y consensuadas sistemáticamente con la derecha, modelo que empezó a mostrar signos de agotamiento a fines de los años noventa. Por una parte, la nueva democracia chilena, diseñada por los ingenieros institucionales de Pinochet para acotar su grado de representatividad (así llamada “democracia protegida”), había comenzado a generar altos grados de desafección ciudadana, lo cual se reflejó en bajas tasas de participación y una creciente desconfianza hacia los políticos y sus instituciones. En el plano económico, por otra parte, el crecimiento fue de la mano de niveles muy altos de desigualdad y segregación social, con leyes laborales restrictivas y el área social fuertemente privatizada. Las estadísticas de la OCDE muestran que Chile tiene tasas muy bajas de gasto público en educación, salud y pensiones. Estas tasas son aún más bajas que aquellas de Estados Unidos, uno de los países con menor gasto público en estas materias. El consenso perpetuo se transformó en una suerte de cogobierno entre una elite política cada vez más maravillada ante sus propios logros, a tal punto que a nadie sorprendió que la derecha llegase al gobierno el 2009 con los mismos lineamientos programáticos que los ex gobiernos socialistas (“haremos lo mismo pero mejor”, anunciaban brevemente los derechistas).

Finalmente, el año 2011 la ciudadanía se levantó en contra la clase política. La protesta y el conflicto social sorprendieron al exhibir un carácter masivo que no se observaba desde la dictadura. Más importante, fue un movimiento que de manera no concertada sacudió todos los ámbitos del país. Por una parte, se levantaron dos regiones completas contra el centralismo de Santiago. Por otra, se coordinaron todas las fuerzas de los llamados Nuevos Movimientos Sociales exigiendo derechos en el plano sexual, de drogas y de aborto, (*) mientras sectores ecologistas lograron colocar en jaque un modelo energético poco sustentable. Más importante, el viejo conflicto de clases volvió a tensionar al país, con estudiantes marchando a favor de una educación estatal y con trabajadores desafiando las restrictivas leyes sindicales.Las movilizaciones fueron un punto de inflexión respecto a la manera en que Chile se miraba a sí mismo. Un niño había salido de entre la multitud gritando que el rey iba desnudo.

El resto del periodo de gobierno de Piñera ya no le importó a nadie; fue un pato cojo molesto e interminable. A fines del 2013, Bachelet ganó la segunda vuelta con dos cifras históricas: un 62% de apoyo, y un 42% de participación. Ya pocos chilenos confiaban en la clase política, pero entre esos pocos, el regreso de la centro-izquierda era la única alternativa posible.

El programa de gobierno de Bachelet contempla tres reformas prioritarias: tributaria, educacional, y constitucional. La reforma tributaria es una necesidad inminente: existen importantes presiones sobre el aparato público, las que se deben responder con más recursos permanentes. La reforma educación también es urgente, con miles de estudiantes marchando en contra de un sistema que privilegió el mercado y la iniciativa privada, y hoy está en crisis. La reforma constitucional busca reemplazar, finalmente, la Constitución de Pinochet de 1980, que establece en lo político una “democracia protegida” y en lo económico un “estado subsidiario”. Bachelet pretende operar rápidamente en estos frentes ante una ciudadanía impaciente. Sin embargo, existen una serie de otros ámbitos donde la situación es crítica y son eventuales focos de conflicto: el sistema de salud, el sistema de pensiones, la legislación laboral, la matriz energética, los derechos de las minorías y, por sobre todos ellos, el conflicto mapuche, etnia que mantiene por tres décadas un enfrentamiento con el estado chileno, y cuyo nivel de violencia ha ido en aumento en los últimos años.

En este escenario, existen dentro de la coalición gobernante – la Nueva Mayoría, agrupación de partidos que reemplazó a la Concertación e incluyó, por primera vez en veinticinco años, al Partido Comunista – dos opiniones distintas respecto a la profundidad de los cambios.

Por una parte, están los llamados “partidos del orden”, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, quienes representan el eje vertebral de la antigua concertación y abogan por cambios limitados al sistema político y económico. Estos partidos, principalmente la DC, propician mantener la política de los consensos con la derecha, y acotar las reformas a los acuerdos parlamentarios. Por otra, el Partido por la Democracia, el Partido Radical y el recién incorporado Partido Comunista, se proponen avanzar hacia reformas estructurales, que cambien el rostro del Chile capitalista, empoderando a los ciudadanos y devolviendo al Estado su antiguo liderazgo en materia social.

Esta disputa interna de la centro-izquierda tuvo sus primeras escaramuzas a fines de los años 90s, cuando el malestar de los chilenos con sus instituciones se hizo evidente. En ese entonces, los moderados o auto-complacientes se impusieron a los críticos o auto-flagelantes, a partir de la tesis de que el desencanto ciudadano era un mero efecto de la modernidad, y por lo tanto, un consecuencia indeseada del propio éxito concentacionista. (**) Esta tesis, hoy defendida principalmente desde la derecha, ha mostrado no tener sustento teórico ni empírico. Sin embargo, los partidos del orden no han abandonado su complacencia respecto al actual modelo político y económico.

El problema de fondo para DCs y socialistas, es que el grado de radicalidad de las reformas implica tácitamente una evaluación de los gobiernos encabezados por sus partidos (1989-1999 por la DC, 1999-2009 por el PS). La implementación de cambios estructurales no se condice con el discurso triunfalista de la centro-izquierda durante los 90s, sino que, por el contrario, significa asumir que parte de ese éxito se basó en mantener el sistema político y económico heredado de la dictadura militar. Asumir esta continuidad resulta ciertamente molesto para la centro-izquierda chilena, pero en los círculos académicos ya existe cierto consenso respecto al papel que jugó la Concertación en consolidar la revolución capitalista iniciada por Pinochet. (***)

La administración Bachelet defiende un discurso de unidad detrás del programa de gobierno, pero el asunto es que el mismo programa es ambiguo respecto al alcance de las reformas anunciadas. Quizás el tema más álgido es el de la reforma constitucional, donde la izquierda y la ciudadanía quieren mayores dosis de participación, mientras los partidos de orden y la Derecha prefieren orquestarla vía el Congreso, controlado por ellos mismos. En plena campaña, Bachelet respondió que el camino sería “institucional y participativo”, lo cual nadie supo a ciencia cierta qué significaba. El Ministro del Interior señaló la semana pasada que no pretenden refundar Chile, pero tampoco harán más de lo mismo. Estas ambigüedades muestran que la pugna entre los partidos del orden y los reformistas no está resuelta.

Así, el rumbo final que tome la política chilena no dependerá de la necesidad que tenga el país por reformas estructurales ni del agotamiento que muestran sus instituciones. La presión ciudadana jugará un papel central en este nuevo período, pero finalmente será la micro-política, aquella de los actores políticos y sus capacidades negociadoras, la que decidirá la profundidad de las reformas del gobierno de Bachelet.

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(*) Chile tiene una de las legislaciones más conservadoras del mundo en materia de aborto, el cual es prohibido en todos los casos, aun si se trata de violación o evidente peligro de muerte para la madre. En materia de derechos sexuales, el país no contaba el 2011 con una ley anti-discriminación ni posibilidad legal de vivir el pareja para personas del mismo sexo; en materia de drogas, la propia Bachelet había seguido una política fuertemente prohibicionista durante su primer gobierno, al punto de tipificar legalmente la marihuana como una “droga dura”.

(**) El padre de esta tesis inmovilizadora es el sociólogo chileno José Joaquín Brunner (ver “Malestar en la Sociedad Chilena”, en Estudios Públicos 72, año 1998). Brunner es también el principal ideólogo del sistema de educación chileno basado en el mercado, actualmente en crisis.

(***) El más actualizado referente en esta materia es el reciente libro de Manuel Gárate, “La Revolución Capitalista en Chile: 1973-2003”, año 2012. Dice Gárate que tras cuatro décadas de transformaciones, “la centralidad de los equilibrios macroeconómicos, la reducción del papel del Estado en la economía, la primacía del sector privado en la producción de bienes y servicios, el desequilibrio entre capital y trabajo, y el apoyo irrestricto a la estrategia exportadora como motor del crecimiento” siguen siendo el sello distintivo de un modelo de mercado muy favorable a las empresas privadas.

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