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La tienda de ultramarinos de Herminia

Los primeros recuerdos que tengo en mi barrio, en Ortuella, me traen sensación de libertad, verano y las vaquillas de Gran Prix. Apenas tengo recuerdo de los inviernos. Corríamos de arriba a abajo; intentábamos entrar a la mina y, de hecho, lo hacíamos; saltábamos por huertas ajenas; y nos creíamos un poco Pippi Calzaslargas. Bendita niña irreverente. Entre botes y botes de mercromina me recuerdo diciendo que quería ser periodista. Lo cierto es que creo que yo lo que quería era tener una excusa para hablar con gente y estar perfectamente informada de todo lo que pasaba a mi alrededor. En la Universidad intenté profesionalizar mi instinto innato al cotilleo.

De pequeña, en aquellos días de verano, me pasaba por la tienda de Herminia, con algunas preguntas escritas en un papel, y hablaba con ella de cómo había llegado hasta allí. Me decía, con una gran sonrisa en la boca, que no se aburría en aquella pequeña tienda de ultramarinos que, ahora, lleva años en venta.

Pasé también alguna tarde con las hijas de Don Agustín, de las que no recuerdo el nombre. Su padre fue el médico del pueblo y, aún hoy, muchísimos años después de su muerte, su nombre sigue precedido de ese Don. Muchas de las vecinas que entrevisté entonces, sin saber que aquello eran entrevistas, habían nacido en Galicia, en Castilla y León, en Extremadura, en Andalucía. Llegaron a Bizkaia en busca de una vida mejor. No sé si lo lograron. No supe preguntárselo entonces y ya es demasiado tarde para muchas de ellas.

Recuperar la memoria histórica de las mujeres de mi entorno más cercano, la nuestra propia, es el ejercicio que me pide el cuerpo cuando escucho hablar en abstracto de la memoria; y sobre todo, ahora, que una iniciativa del Ayuntamiento de mi pueblo busca la participación ciudadana para lograr la protección de algunos edificios históricos del municipio.

¿Qué lógica determina qué elementos de un pueblo deben ser protegidos y cuáles no? ¿Qué entendemos como público? ¿Qué ha pasado con las mujeres de nuestra familia? ¿Qué violencias sufrieron? ¿Qué hemos aprendido nosotras? ¿Cuántos de sus dolores llevamos ahora en nuestras pieles? ¿Dónde se reunían? ¿Para qué? Es urgente que ampliemos el concepto de patrimonio a todos esos espacios de socialización más informales donde se construye y teje vida concepto de patrimonio, que el concepto se extienda más allá de lo arquitectónico.

Desde DUNAK talea, un colectivo de arquitectas con perspectiva feminista, plantean que el problema reside en la recuperación de edificios públicos bajo “esa neutralidad que esconde la larga historia de invisibilización y opresión que hay detrás”. Los edificios que pretenden recuperar en este caso están vinculados al poder y no recogen ni los valores ni las personas que hay detrás de todos ellos. “La memoria tiene distintas dimensiones –continúan– y no se puede, por ejemplo, hablar sólo del edificio de la escuela si no se habla del valor de los cuidados y de las mujeres que históricamente se han dedicado a la enseñanzalas mujeres que históricamente se han dedicado a la enseñanza”.

Los grandes informes sobre las minas de la zona, los estudios sobre urbanismo e industrialización, las tesis sobre las luchas de clases que se libraron en esta zona de Bizkaia, el ‘sangre minera, semilla guerrillera’ ni reconocen ni sostienen las vidas de mis vecinas, de las mujeres cuyos nombres no hemos escrito ni en los márgenes de los libros de historia. La memoria es un ejercicio de poder, y éste siempre ha estado en manos masculinas. Vuestra historia no me pertenece, ni pretendo que lo haga, hasta que en ella se reconozca que la tienda de ultramarinos de Herminia es un enclave tan importante para entender nuestro municipio como lo fueron las minas.

Las mujeres necesitamos de genealogía propia para no olvidar las huellas que hay en nuestros cuerpos, esas que no se recogen en ninguna guía turística ni arquitectónica. El otro día pensaba en la historia de mi bisabuela, que vivió en Sevares (Asturias) hasta que se quedó embarazada sin estar casada. Su familia decidió por ella que aquello era imperdonable y le obligaron a casarse con mi bisabuelo, que acababa de quedarse viudo. Mi abuela recuerda cómo decía que prefería llevar a sus hijas al cementerio que ver cómo se casaban con un hombre al que no quisieran. Nadie conoce muchos más detalles sobre su historia: ¿la vendieron?, ¿quién pagó por ella?, ¿cuánto? Se llamaba Esther, como mi madre, y murió muy joven. Aquella vida le provocaba dolor de estómago; el cáncer hizo el resto. Está enterrada en su pueblo. Hace años visité su tumba, robé una rosa de otra lápida, y la puse en la suya. Nada grave teniendo en cuenta todo lo que le quitaron a ella. Esa es mi memoria.

Los primeros recuerdos que tengo en mi barrio, en Ortuella, me traen sensación de libertad, verano y las vaquillas de Gran Prix. Apenas tengo recuerdo de los inviernos. Corríamos de arriba a abajo; intentábamos entrar a la mina y, de hecho, lo hacíamos; saltábamos por huertas ajenas; y nos creíamos un poco Pippi Calzaslargas. Bendita niña irreverente. Entre botes y botes de mercromina me recuerdo diciendo que quería ser periodista. Lo cierto es que creo que yo lo que quería era tener una excusa para hablar con gente y estar perfectamente informada de todo lo que pasaba a mi alrededor. En la Universidad intenté profesionalizar mi instinto innato al cotilleo.

De pequeña, en aquellos días de verano, me pasaba por la tienda de Herminia, con algunas preguntas escritas en un papel, y hablaba con ella de cómo había llegado hasta allí. Me decía, con una gran sonrisa en la boca, que no se aburría en aquella pequeña tienda de ultramarinos que, ahora, lleva años en venta.