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Albert Rivera saca de la chistera un conejo muerto

Albert Rivera, en el Congreso el 12 de septiembre, cuando negaba terminantemente cualquier pacto con el PSOE.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Cómo echábamos de menos los giros de la trama de Ciudadanos ofrecidos por Albert Rivera en su papel de Night Shyamalan de la política española. Recordemos que el viernes anterior al 20D, a dos días de las elecciones, ya nos ofreció el primer ejemplo potente de ahora lo ves, ahora no lo ves. Después, hubo más. Vueltas de tuerca en la trama de la peli que realmente no te esperabas. De ahí que la gente, que ya se sabe cómo es, terminaba escuchando a Rivera decir no voy a hacer esto así me maten y acababa pensando seguro que lo va a hacer.

Es cierto que antes de las elecciones de abril se había mostrado firme sobre un asunto clave y no parecía dispuesto a cambiar de opinión: no más pactos con Pedro Sánchez como el que firmó en 2016. Desde la aprobación de la moción de censura, el líder de Ciudadanos había endurecido su posición y culpado de ello al presidente: “Sánchez ha quemado todos los puentes con el constitucionalismo y con Ciudadanos”, dijo a finales de 2018.

Se presumía que desde la última cita en las urnas Rivera había recibido fuertes presiones del mundo empresarial para que pactara con el PSOE o permitiera la reelección de Sánchez con su abstención. Es decir, para impedir como sea un Gobierno en el que esté Podemos. Eso sólo contribuía a enfurecer aún más a Rivera, al que habitualmente ya se le nota muy alterado. “Es un peligro tener a un presidente que miente, un peligro tener a alguien que es capaz de darle a Torra las llaves de España”, había dicho en la campaña. No se movió un centímetro de ahí, aunque no se le notaba a Torra en condiciones de abrir ninguna puerta en España, y en Catalunya sólo las de su despacho.

Rivera llegó a anunciar que no se reuniría más con Sánchez. No quería ni verle. En la investidura fallida de julio, no paró de hablar de “la banda” para referirse al líder socialista y a sus presumibles aliados dando a ese grupo un cierto aroma delictivo.

De repente en la sesión parlamentaria de la semana pasada, Rivera hizo un amago de salto mortal, pero sin culminarlo. Desde la tribuna, anunció que estaba dispuesto a ir a La Moncloa, pero sólo para hablar de la crisis de Catalunya, es decir, de cómo endosar otro 155 a esa comunidad. Anticlímax total. La trama seguía su curso.

En un discurso ante su grupo parlamentario el 10 de septiembre, no pudo ser más claro: “Algunos no entienden por qué hay que decirle que no al plan Sánchez. Es antagónico a nuestro ideario, al proyecto de pluralidad y respeto mutuo y a lo que representa la suma de constitucionalistas frente a los que quieren sumar con nacionalistas”. No le asustaban las nuevas elecciones para las que las encuestas no le conceden buenos augurios. En ese caso, España tendría “otra oportunidad”.

Hasta que este lunes se produjo el giro que todos estábamos esperando. Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Niños y niñas. Con ustedes, Albert Rivera.

¡TACHAAAAAN!

Bruce Willis está muerto. El niño le ve, pero nadie más. Rivera está dispuesto a abstenerse –junto al PP– en una nueva votación de investidura de Sánchez. “La banda” podrá seguir en el poder cometiendo todo tipo de fechorías. Aunque, cuidado, con tres condiciones: entregar el poder en Navarra a la derecha (poniendo fin a un pacto con Bildu que nunca ha existido), preparar el 155 para Catalunya si Quim Torra promueve una movilización contra la sentencia del procés –lo que es seguro– y no subir los impuestos, como él dice que va a hacer un nuevo Gobierno socialista.

La audiencia que espera un nuevo momento de emoción en la pantalla queda complacida. El sector del público más desconfiado tiene claro que Rivera ha recibido los resultados de las encuestas encargadas y se ha asustado al verlos. Los exigentes empiezan a dudar cuando ven las condiciones exigidas por Ciudadanos. Inés Arrimadas defiende la oferta con la misma pasión con la que antes afirmaba que Sánchez es “un peligro público”. Lo ha dicho el líder y sólo queda complacer sus deseos.

Pronto, se comprueba la trampa: se plantean en público unas exigencias sin negociarlas antes que consisten en dar la razón al partido que las propone. Y con un alto umbral: “Un constitucionalista aceptaría nuestras propuestas por España en menos de treinta segundos”.

Si Sánchez las rechaza, AJÁ, no es un auténtico constitucionalista, porque quiere pactar con los malos (con Otegi, Torra y Vlad el Empalador) y al mismo tiempo convocar elecciones. Aunque si hiciera lo primero, no necesitaría lo segundo. Esto resulta confuso, pero da igual. Tampoco es necesario entenderlo, porque en política a veces se presentan ofertas con la intención de que el receptor las rechace.

La respuesta de Moncloa fue otro truco en este juego de trileros donde nunca hay una bolita bajo el cubilete: ya hemos cumplido todas esas condiciones y Ciudadanos debería abstenerse de inmediato, eso como mínimo.

El Partido Popular no quiere saber nada de esta última iniciativa, lo que la condena al apartado de cosas ocurrentes que suceden en la política española desde abril, de las que ya hemos escuchado unas cuantas.

En los próximos días, Rivera insistirá en que el conejo que ha sacado de la chistera está muy vivo y que la culpa de que no se mueva mucho es de todos los demás. Al igual que en el sketch del loro muerto de Monty Python, negará cualquier evidencia que demuestre lo contrario. Arrimadas levantará las orejas del animal diciendo: ¿lo ven?, está vivo, miren cómo mueve las orejas. ¿A quién van a creer? ¿A mí o a sus ojos mentirosos?

Lo mismo se podría decir del espectáculo político de los últimos meses.

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