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ANÁLISIS

Del consenso constitucional de 1978 al disenso institucional de 2016

Pancarta durante el Rodea el Congreso de septiembre de 2012.

Andrés Gil

Del consenso al disenso. De 1978 a 2016. Del fin de una dictadura a un tiempo que vive entre la resistencia de lo viejo y lo nuevo, que no acaba de imponerse. De un modelo territorial inamovible a las tensiones soberanistas; de un país dominado por un núcleo reducido de dirigentes políticos y empresariales, a menudo salpicados por puertas giratorias y casos de corrupción; a una impugnación de esa forma de concebir el gobierno y el poder.

En 1978 hacía tres años que había muerto Franco y la violencia de la extrema derecha –que luego se manifestó en el fallido golpe de Estado de 1981– era real –desde los abucheos al cardenal Tarancón en el entierro de Franco hasta la matanza de Atocha en enero de 1977, meses antes de las primeras elecciones–. Por otro lado, la violencia etarra no cesaba: mató a Carrero Blanco en 1973, y entre 1974 y enero de 1977 murieron 19 personas a manos de la banda.

En este contexto, se producen unas elecciones en junio de 1977 que alumbran las Cortes que tendrán que redactar la Constitución. Y cuál es la sorpresa cuando el PCE, el principal partido de la oposición contra el franquismo, cosecha unos exiguos 19 diputados, lejos de los 118 de Felipe González y de los 166 de Adolfo Suárez.

Así, cuando llega el momento de redactar la Constitución, el peso del PCE –en manos de la dirección del exilio, Santiago Carrillo– es equivalente al de los posfranquistas de Manuel Fraga (16 escaños). El búnker y el mayor referente del antifranquismo estaban empatados. ¿Qué quedaba entonces? El pacto general entre el reformismo de UCD y el del PSOE, que en 1974 ya había renegado del marxismo, arquitectos del pacto constitucional.

Hace escasos días, el coordinador federal de IU, Alberto Garzón, defendía un proceso constituyente y analizaba aquellas negociaciones y la actitud del entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo.

Aquel fue el contexto en el que se redactó la Constitución de 1978, con el miedo a la violencia pero también con el afán de la reconciliación. Ahora se considera desmemoria y ha producido paradojas como que el Valle de los Caídos, un monumento a un dictador, sobreviva 38 años después; y que decenas de miles de personas sigan en cunetas y fosas comunes.

Pero en aquel momento, se interpretó como una mirada hacia delante, “sin ira”, como decía aquella canción de Jarcha que formó parte de la banda sonora del momento: ni se revisaron los crímenes del franquismo, ni se persiguieron las tropelías contra los derechos humanos y tampoco se puso en cuestión la figura del monarca, que pocos años antes había jurado los Principios fundamentales del Régimen.

El franquismo fue la victoria de una España sobre las demás, después de una cruenta guerra civil. Pero es que en el siglo XX España ya había vivido la dictadura de Primo de Rivera, y el siglo XIX estuvo plagado de conflictos civiles (carlistas, tres de ellos), y los Gobiernos, ya fueran liberales, conservadores o republicanos, reformaban las reglas de juego a su antojo.

El problema es que si el texto de 1978 responde a una coyuntura histórica concreta, la actual ha cambiado por completo: ya no hay miedos, ni búnker, ni una ETA que cometa atentados. Y lo que hay es crisis económica, crisis territorial, máximos en los indicadores de desigualdad, déficit democrático y falta de transparencia.

Toda aquella arquitectura ideada para que los partidos pilotaran la política y la economía en aras de una supuesta estabilidad institucional empieza a tambalearse ahora.

Y muchas de las figuras que corrieron riesgos personales para combatir el franquismo mientras la gran mayoría de los españoles se habían acomodado a la dictadura parece que ahora sean esculturas de un museo de cera, porque las movilizaciones actuales no entienden de referentes como en 1978.

Apenas un cuarto de los españoles de hoy votaron la Constitución de 1978. Y no es fácil de reformar: los ponentes constitucionales buscaban un marco jurídico y legislativo duradero, un orden constitucional blindado: se requieren 210 diputados, que sólo se consiguen con el concurso de PP y PSOE, salvo que toda la Cámara se pusiera de acuerdo frente al PP. 

Por eso, sólo se ha modificado dos veces, en 1992 y 2011, cuando los dos principales partidos, el PSOE y el PP, han estado de acuerdo, y se ha hecho por la vía rápida. La primera ocasión vino determinada por el Tribunal Constitucional, para adaptarse al Tratado de Maastricht, e introdujo el derecho de los extranjeros a ser elegidos en unas elecciones municipales. Se hizo en 23 días. En 2011, también con urgencia, los partidos mayoritarios pactaron en diez días un texto (artículo 135) que fija un tope al déficit público.

En la última sesión de control, el miércoles pasado, la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, fue preguntada por el secretario Político de Podemos y portavoz adjunto de Unidos Podemos, Íñigo Errejón, si el Gobierno tenía idea de “ensanchar” o “actualizar” la Constitución. Y la vicepresidenta no sólo no respondió a la pregunta, sino que retó a Podemos a presentar su propia reforma.

“Para llevar la iniciativa hay que tener consensos, porque presentar algo por registro [en el Congreso] que después no vaya a ninguna parte, es muy difícil”, afirmó Pablo Iglesias el viernes en una entrevista en RNE.

Pero, si en 1978, la UCD temerosa de la izquierda y con mala conciencia tenía 166 escaños, el actual PP, neoliberal y sin complejos, tiene 137 más los 32 de Ciudadanos. El PSOE, 85; y Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea, 67.

¿Cómo sería una Constitución en 2016, fruto de la tensión entre lo viejo que aguanta y lo nuevo que no termina de imponerse? Mucho tiene que cambiar la actitud del Gobierno para poder salir de dudas.

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