OBITUARIO

Miguel Barroso: la vida como novela

14 de enero de 2024 15:29 h

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Corría el mes de abril de 1982. Se celebraba en Madrid el juicio a los procesados por la intentona golpista del 23 de febrero de 1981. Dos jóvenes periodistas se encontraban inquietos sobre su futuro profesional, pues el periódico en el que trabajaban, El Diario de Valencia, había entrado en una crisis irreversible que condujo después a su cierre. Uno de ellos le propuso a su colega ir a Madrid, entrar en las instalaciones militares donde se encontraban recluidos los procesados, simulando ser simpatizantes de los golpistas, y hacer un reportaje exclusivo que les permitiera abrirse las puertas del periodismo en la capital. El plan pasaba por disfrazarse de ‘fachas’: corte conservador de pelo, americana cruzada, zapatos pulcramente lustrados, pin con la bandera española…

El autor de la descabellada idea era Miguel Barroso, y su colega, con quien mantendría una amistad sólida el resto de su vida, era Javier Valenzuela. Los dos reporteros llegaron el 27 de abril al Servicio Geográfico del Ejército, en Campamento, y Barroso dijo con voz segura al oficial de guardia que venían de Valencia y querían ver al teniente general Jaime Milans del Bosch para expresarle su apoyo por su invaluable servicio a la patria. El oficial contactó con el militar, colgó y dijo: “Pasen”. De ese modo llegaron los dos periodistas a un salón amplio donde se encontraban en ese momento los principales protagonistas del golpe, incluidos el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y el general Alfonso Armada. Invitaron a los visitantes a sentarse con ellos en unos cómodos sofás, y Milans pidió a un camarero que les sirviera sendos whiskies. Barroso improvisó un discurso laudatorio de la heroica acción de los procesados, y al cabo de un rato ya se los tenía metidos en el bolsillo, de modo que fue relativamente fácil tirarles de la lengua sobre cómo estaban viviendo el juicio. Barroso y Valenzuela no tomaron fotos ni notas para evitar que se fuera al traste su montaje. Tras tres horas de encuentro y muchos vasos de whisky, los reporteros se fueron en coche a la redacción de El País. Pidieron hablar con el director, Juan Luis Cebrián. El vigilante llamó a dirección y, mirándolos de reojo con desconfianza, susurró algo a la secretaria. Al cabo de un rato, bajó el responsable de Opinión, Javier Pradera, y, al reconocer a Barroso, con quien había coincidido en la mítica revista El viejo topo, exclamó: “Así que vosotros sois los fachas”. Pradera los llevó a la oficina de Augusto Delkáder, entonces número dos del diario, y quedaron atónitos con la historia que les contaron los reporteros. “¿Sabéis usar ordenador?”, les preguntó Delkáder. No sabían, de modo que les trajeron una máquina dactilográfica tradicional, los encerraron en una oficina y les dijeron que escribieran “echando leches” la historia. Al día siguiente, en la última página de El País y, con llamada en portada, apareció el reportaje con el título: ‘Ayer fue un día tranquilo en la ‘posada del 23-F’. Milans y Tejero encajan impasibles la petición del fiscal’. Un día después, los dos reporteros fueron contratados por el diario.

La vida de Miguel Barroso, fallecido el sábado a los 70 años, fue una novela perpetua. Él alcanzó a escribir dos –'Amanecer con hormigas en la boca' (1999) y 'Un asunto sensible (2009)'– dentro del género de ‘novela negra’. Muy bien narradas y estructuradas, con una habilidad en el manejo de la intriga que solo alcanza quien conoce y disfruta de las intrigas. Estoy convencido de que Barroso habría ocupado un lugar destacado en la literatura ‘negra’ si no se hubiera dejado arrastrar por su talento incomparable para la comunicación estratégica y por su atracción –me atrevería a decir que literaria en el fondo– por los vericuetos del poder. Barroso duró poco en el periodismo activo: en Barcelona, donde fue trasladado por El País, trabó amistad con el socialista José María Maravall, que lo fichó en su equipo del Ministerio de Educación durante el mandato de Felipe González. Su agudeza como estratega, acompañada de un gran magnetismo personal, no pasó desapercibida: sus opiniones fueron tenidas en cuenta por el equipo de González para las elecciones de 1993 y una década más tarde jugó un papel fundamental en la construcción del liderazgo de José Luis Rodríguez Zapatero. Tras llegar a la Moncloa, este le encargó la secretaría de Estado de Comunicación, desde la que desarrolló algunos proyectos ambiciosos que trastocaron el panorama mediático. Fomentó la apertura de nuevos canales en el marco de la naciente televisión digital terrestre, lo que permitió el surgimiento de La Sexta y la transmisión en abierto de Cuatro. Y, muy importante, estableció los mecanismos para garantizar la independencia de los informativos de TVE, tradicionalmente manipulados por los gobiernos de turno.

Barroso había dicho a Zapatero que solo estaría en la Moncloa un par de años, y cumplió su palabra. Nunca fue amigo de la exposición pública. Siempre prefirió mantenerse en un segundo plano o, como se dice comúnmente, actuar desde la sombra. Tras su salida del Gobierno, fue nombrado director de la Casa de América, a la que logró imprimir un dinamismo del que hasta ese momento carecía gracias a su don extraordinario para organizar y modernizar instituciones anquilosadas. Hace un par de años, por no irnos demasiado lejos, se le metió entre ceja y ceja darle un vuelco al Ateneo de Madrid, por entender que tenía el peso histórico suficiente para recuperar su papel de centro de debate intelectual, y animó una operación que permitió a un equipo de personas de su confianza, arropado por prestigiosos artistas y escritores, ganar las elecciones de esa institución, que hoy presenta, innegablemente, una cara mucho más atractiva.  

Barroso trabajaba infatigablemente, estaba siempre al tanto de lo que se cocinaba en los centros de poder político y económico del país y tenía una capacidad admirable para leer la realidad y conectar con su tiempo. Fue el cerebro de una de las imágenes icónicas de la era Zapatero, que dio la vuelta al mundo: la de la ministra de Defensa Carme Chacón, de quien más tarde se separaría, ataviada de esmoquin en la Pascua Militar de 2009. A Chacón –fallecida en 2017– le pareció excelente la idea por considerar –atinadamente o no, es otra discusión– que ayudaría en el esfuerzo de normalización de la mujer en las tradicionalmente machistas Fuerzas Armadas. Una de las aventuras a las que con más intensidad se dedicó Barroso fue la candidatura de Chacón a las primarias  del PSOE para suceder a Zapatero como candidato a las elecciones de 2011. Las ganó por la mínima Alfredo Pérez Rubalcaba, gracias en gran medida a que Felipe González se implicó personalmente y movilizó al aparato socialista en favor del exministro. Barroso no lo perdonó, y su viejísima amistad con Rubalcaba se hizo añicos a raíz de esa batalla política.

En los últimos años, Barroso había estado vinculado a WPP, el mayor grupo mundial de comunicación y marketing, y repartía su tiempo entre Madrid y La Habana, ciudad que ejercía sobre él un hechizo irrefrenable y que le sirvió de escenario para la primera de sus novelas. Allí conoció a su última pareja, la anestesióloga Dreydi Monduy. Desde hace un par de años, se desempeñaba como miembro del consejo de administración y consejero editorial del Grupo Prisa, lo que le había devuelto, con una indudable capacidad de influencia, a ese mundo en el que se sentía en su salsa: comunicación, política y poder. Y manteniendo hasta el final una virtud que suelen perder quienes escalan a esas alturas: la de ser, pese a tantas guerras, conspiraciones y tensiones, una buena persona, dueña de una personalidad arrolladora que le confería una suerte de autoridad natural. Si algo se puede decir con plena certeza de él es que vivió intensamente, privilegio del que muy pocos se pueden preciar. Y lo hizo siempre con la misma audacia con que se presentó a los 29 años en la instalación militar donde permanecían los golpistas del 23F. En una de nuestras últimas conversaciones me dijo que tenía el proyecto de una nueva novela. Seguramente habría sido muy interesante. Pero nunca mejor que la de su propia vida.