Con el Real Madrid y el Barça vuelve la polarización de toda la vida
Llámalo hegemonía cultural. Los clubes de fútbol más poderosos de España, lo que es lo mismo que decir las dos organizaciones no políticas más influyentes, se lanzan el franquismo a la cara como supremo estigma envilecedor. Mientras Vox pregona algunas virtudes del franquismo al elogiar a la España sin feministas, sin rojos, sin independentistas, y el PP cree firmemente que denunciar el franquismo pone fin a la reconciliación entre españoles, el Real Madrid y el F.C. Barcelona se gritan enardecidos: franquista lo serás tú.
La directiva madridista que preside Florentino Pérez ha decidido que no le valía con una imputación genérica después de las acusaciones de Joan Laporta, presidente del Barça. Con un vídeo montado con la misma mala leche con que los partidos políticos hacen montajes audiovisuales para descuartizar al adversario, el equipo blanco difundió el martes una selección de imágenes extraídas del NO-DO y de fotografías de la época.
El ministro José Solís en la inauguración del Camp Nou con una gran bandera española ante la que las banderas azulgranas se inclinan apuntando al césped. Franco, condecorado con la insignia de oro y brillantes del club. El Gobierno salva las cuentas del equipo con las recalificaciones que permiten la construcción del estadio. Aparecen jugadores del Barça haciendo el saludo fascista antes de un partido.
El equipo predilecto de la derecha madrileña presenta a Franco y su régimen como algo sucio que debería avergonzar al rival. Se necesitaría un psicoanalista argentino con la obra completa de Freud y Jung en su casa para examinar hasta dónde se puede llegar para humillar al rival o responder a sus vejaciones. Todo es posible en el fútbol.
El vídeo afirma que el Real Madrid tardó quince años en ganar la Liga tras el final de la Guerra Civil al haber quedado desmantelado durante la contienda, lo que es cierto. Oculta que a partir de la temporada que acaba en 1953, inicia un dominio de la competición que le lleva a ganar catorce títulos de Liga hasta la muerte de Franco en 1975, mientras el F.C. Barcelona gana sólo tres en ese periodo, para un total de ocho durante el franquismo.
Los primeros éxitos del Madrid en la Copa de Europa lo convirtieron en el mejor embajador de España, es decir, del franquismo. Lo dijo Alfredo Sánchez Bella, embajador en Italia entre 1962 y 1969, al afirmar que el club madrileño era “uno de los mejores instrumentos, acaso el mejor y mayor que en los últimos tiempos hemos tenido, para afirmar nuestra popularidad fuera de las fronteras”.
Laporta había encendido la mecha en la rueda de prensa del lunes con la que había intentado descartar la responsabilidad del club en el escándalo del caso Negreira, el vicepresidente del Comité Técnico Arbitral al que el club pagó siete millones de euros durante 17 años justo hasta que abandonó el cargo. “La intervención de Laporta fue tan clarividente en la acusación como confusa en la exculpación”, escribió Ramón Besa en El País.
Como todo político que se precie ante una acusación de corrupción, apeló a una cruzada contra el enemigo exterior. O al enemigo de siempre. Cargó contra el club blanco por pretender personarse como perjudicado en la causa judicial, “un club como el Madrid que ha sido favorecido históricamente por decisiones arbitrales, que se ha considerado el equipo del régimen, por su proximidad al poder político, económico y deportivo”.
Ver al Real Madrid acusar a otro equipo de verse favorecido por recalificaciones urbanísticas en cualquier época es un ejemplo de ironía que es difícil de superar incluso en la política. Florentino Pérez consiguió el permiso legal para recalificar los terrenos de la Ciudad Deportiva del club gracias a su capacidad para presionar al poder en lo que era una operación que los responsables del Ayuntamiento habían tachado años atrás de claramente ilegal. Al final, una llamada de José María Aznar al alcalde, José María Álvarez del Manzano, fue el paso definitivo.
José María García lo llamó “el mayor escándalo deportivo de la democracia”. En su origen, fue el pelotazo urbanístico que permitió financiar el inicio de la era de los galácticos. Desde entonces, el palco del Bernabéu es el símbolo de los negocios oscuros realizados por el Madrid de las grandes fortunas.
Durante el franquismo, la izquierda y el nacionalismo sólo se podían permitir victorias simbólicas. Las del Barça disfrutaron de una inmensa fuerza popular en Catalunya. Nadie lo definió mejor que Manuel Vázquez Montalbán. En un célebre artículo en la revista Triunfo en 1969, el escritor sentó las bases de la defensa intelectual del fútbol como comunión de las masas populares allí donde el poder sólo ofrecía represión y miseria. El opio del pueblo, quizá, pero mejor opio que nada.
“Es el Barça la única institución legal que une al hombre de la calle con la Cataluña que pudo haber sido y no fue”, contaba en el artículo. “Y con ese médium mantiene una relación ambivalente de amor y rechazo, de fanatismo y crítica despiadada, aunque una y otra vez vuelva, domingo tras domingo, al Nou Camp”. El club como médium del pueblo permitía saborear algunas victorias de esos gladiadores modernos junto al victimismo inevitable en las derrotas y la consiguiente furia que a veces se dirigía contra el propio equipo y las más contra el Real Madrid y el régimen franquista.
Menos de dos años antes, el presidente del club, Narcís de Carreras, había elevado al frontispicio del estadio la expresión “el Barça es más que un club”, tenida como una verdad axiomática por sus seguidores.
En los años 80, Vázquez Montalbán escogió una metáfora más rotunda para explicar esa definición. El club “polarizaba las ansias nacionalistas de los catalanes, como si fuera el ejército desarmado de un país con la identidad aplastada por el vencedor de la guerra civil”. Por otro lado, era también, como admitía el escritor, una forma de militar contra la dictadura sin jugarse el cuello.
De forma algo cínica, se la podía considerar una transacción beneficiosa para el régimen: era mejor tener a 50.000 personas gritando en el estadio contra el árbitro que a la mitad de ellas manifestándose contra el Gobierno en la Diagonal.
Las palabras de Laporta pueden asemejarse a las del político que se envuelve en la bandera cuando le acusan de corrupción. Pensemos en Jordi Pujol. En cualquier caso, los mitos de este deporte no desaparecen fácilmente cuando han echado raíces en el subconsciente popular. Los hinchas del fútbol gozan de más memoria histórica que los mejores historiadores. No olvidan nada, y mucho menos las ofensas.
Los clubes más modestos no cuentan con los antecedentes heroicos del Madrid y el Barça. Resentimientos, sí tienen. Los aficionados en Bilbao, Pamplona y Getafe han lanzado al campo billetes de 500 euros con la cara de Laporta. Se preguntan cómo es posible que los clubes más poderosos sostengan que son los que más injusticias han sufrido.
Las complicidades sentimentales del fútbol sobreviven de mala manera en el fútbol del siglo XXI rendido al poder del dinero. El F.C. Barcelona ha llevado publicidad de Qatar en la camiseta. El estadio, esa catedral laica objeto de veneración, está patrocinado por Spotify. El ejército desarmado está más desarmado que nunca de los valores de su pasado.
El Real Madrid y el Barça son en realidad dos multinacionales, dos marcas de alcance global. La suya es una rivalidad como la de Coca-Cola y Pepsi, o la de Nike y Adidas. El Madrid es el segundo club con más ingresos del mundo, según el ranking elaborado por Deloitte. A pesar de su aguda crisis financiera, el equipo de Barcelona es el séptimo. De acuerdo con la estimación que realiza Forbes, ambos encabezan el ranking económico internacional. Por eso, Laporta y Pérez eran socios fundadores del fracasado proyecto de Superliga reservado a la élite del fútbol europeo.
Nada como una polémica arrancada del siglo pasado para olvidarse de aquello que son ahora. Su campo de batalla no está en España, ni mucho menos en su traumático pasado, sino en todo el planeta.
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