La independencia que nunca existió y que nunca tuvo posibilidades de existir ha recibido un duro castigo penal con la sentencia del juicio del procés. Políticamente, deja a su paso otros damnificados, los que durante dos años no sólo dijeron que se había producido un golpe de Estado o rebelión, sino que acusaron a los que dudaban de ello de ser cómplices de los separatistas. Además, coloca al movimiento independentista ante quizá la última oportunidad de repetir la conmoción social y el desafío político que supuso el referéndum del 1 de octubre.
Nadie cree que la sentencia sirva para solucionar un grave problema político. Ni siquiera sus propios autores. Pero eso ya lo sabía todo el mundo.
Manuel Marchena, presidente de la Sala de lo Penal, tenía antes del juicio una prioridad que le llevaba a otra: conseguir una sentencia por unanimidad que sirviera luego de escudo ante un futuro recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Lo primero ya lo ha conseguido. Es pronto para saber si tendrá éxito en lo segundo, pero Marchena se ha preparado a fondo al dedicar 194 páginas (un 40% del total) a los argumentos para defender la instrucción judicial y el juicio con la vista puesta en Estrasburgo.
El tribunal tenía ante sí dos extremos. La condena por rebelión, insistentemente reclamada por la derecha en la política y los medios de comunicación, y la condena por desobediencia, que hubiera sido tolerada por los independentistas, ya que había sido admitida de hecho por algunos defensores. Entre ambos estaba el delito de sedición, la alternativa más probable una vez que se comprobó que la Fiscalía no había conseguido aportar pruebas sobre la rebelión, y sí mucha literatura jurídica, durante los cuatro meses de celebración de la vista. Pero la sedición no era el término medio entre esos dos extremos en relación a la duración de las penas.
Desobediencia suponía un castigo muy leve por la reiterada negativa del Govern a cumplir las decisiones judiciales. Rebelión no había sido probado. Quedaba sedición –con penas de no menos de diez años para los consellers acusados– y la necesidad de argumentarlo en la sentencia sin interferir en los derechos de manifestación y reunión propios de una sociedad democrática. La ingeniería judicial fue intensa. El tribunal utilizó argumentos de las defensas para rechazar la rebelión, y de las acusaciones para sustentar la sedición. Esto último tiene mérito, porque los fiscales argumentaron que no podía ser sedición al considerar el procés un delito contra la Constitución, y no contra el orden público, que es el apartado bajo el que figura la sedición en el Código Penal.
Esto fue posible en la sentencia, porque se puede encontrar en sus 493 páginas unas cuantas valoraciones de corte político, casi inevitables en un juicio en el que se respiraba política por todos los lados.
El tribunal condena por sedición e intenta hacer ver que no lo hace para castigar la disidencia política: “No se han criminalizado actos de protesta”, dice el texto. Entre otros ejemplos citados, son legítimas las “proclamas independentistas” o los “argumentarios defendiendo para los habitantes de una determinada comunidad un supuesto derecho de autodeterminación”.
Las razones de la condena
¿Por qué condenan entonces por sedición?: “Pero sí lo es (constitutivo de delito) movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario (una palabra que los fiscales repitieron mucho en la vista) que, además, impide la aplicación de las leyes y obstaculiza el cumplimiento de las decisiones judiciales”, afirma. Esta segunda parte de la frase es clave, ya que se repite más tarde: “El derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a los agentes de la autoridad a dar cumplimiento a un mandato judicial”, y además en toda una comunidad autónoma, como se intentó hacer el 1 de octubre para impedir la entrada de fuerzas policiales en los colegios del referéndum. No queda claro por qué se utiliza la palabra 'exótico'.
Impedir que los agentes cumplieran las órdenes de los tribunales se convierte así en el argumento básico utilizado para justificar la condena por sedición en la sentencia. Incluso cuando no hubo violencia de ningún tipo, por ejemplo cuando los congregados ante los colegios comunicaron a la pareja de mossos que no les dejarían pasar, se podría condenar por sedición a los responsables de esa campaña: “Esa negativa, en ese escenario, aunque no se diese un paso maÌs, es por siÌ sola apta e idoÌnea para colmar las exigencias tiÌpicas del delito de sedicioÌn”.
Nunca antes una sentencia había puesto el listón tan bajo para una condena por un delito tan poco habitual como la sedición.
Se trata de una valoración que se acerca peligrosamente a lo que han sido muchas movilizaciones en las que hay de por medio una intervención judicial, por ejemplo en la lucha contra los desahucios. Frente a ese riesgo queda una frase de la sentencia, que es de esperar que otros jueces no pasen por alto (si necesitan encontrarla rápido, está en la página 283): “Una oposición puntual y singularizada excluiría algunos ingredientes que quizás podrían derivarnos a otras tipicidades”.
Traducción aproximada de este tecnolenguaje jurídico: si es un caso concreto de obstaculización de una decisión judicial y no una campaña nacional de grandes dimensiones, una condena por sedición sería exagerada.
La condena queda así explicada, pero de una forma paradójica, porque la propia sentencia admite que el proceso independentista no tenía ninguna posibilidad de éxito: los políticos ahora condenados “eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía catalana como el ejercicio legítimo del «derecho a decidir», no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”.
¿Trece, once, diez o nueve años de prisión por montar un “señuelo” para intentar presionar a un Gobierno central que ya había dado muestras de que no pretendía negociar nada? Es un precio muy alto para los condenados por una operación política condenada al fracaso por masivo que fuera su seguimiento.
Fuerte varapalo a los fiscales
La sentencia supone una fuerte derrota para la Fiscalía del Supremo, un correctivo que en la práctica ridiculiza muchos de los argumentos esgrimidos por los fiscales. No hubo rebelión, porque los incidentes violentos producidos fueron eso, incidentes y no un elemento clave de una conspiración. “La violencia tiene que ser una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes”, dice el texto para descartar la rebelión.
El nivel retórico de los fiscales llegó en el juicio al extremo de sostener en las conclusiones finales que “la Constitución estaba de facto derogada” al no cumplirse las órdenes judiciales, dijo Jaime Moreno. “El 27 de octubre, la independencia se consuma en Cataluña y la Constitución se ha derogado en el territorio”, sostuvo Fidel Cadena. Eran frases que ya se habían escuchado en las declaraciones de dirigentes del PP y Ciudadanos y en muchos editoriales de la prensa de derechas.
Pura ficción.
A los fiscales ni siquiera les valió instrumentalizar en su favor el discurso del rey del 3 de octubre. Lo utilizaron para cerrar su escrito de acusación previo al juicio. Javier Zaragoza lo citó al final de la vista dos veces, la segunda la más delicada, cuando Felipe VI recordaba sus deberes a los poderes del Estado, y por tanto –esa era la intención del fiscal– al Tribunal Supremo.
Los magistrados no se dejaron arrastrar por este argumento de autoridad. “El Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza, militar, policial, jurisdiccional e incluso social –afirma la sentencia–. Y lo mantuvo convirtiendo el eventual propoÌsito independentista en una mera quimera”. Si alguien piensa que estas palabras son una forma de defender a las instituciones, quizá no se equivoque, pero el texto llega casi al sarcasmo para negar la rebelión al decir que “la conjura fue definitivamente abortada con la mera exhibicioÌn de unas paÌginas”, las del BOE que anunciaban la imposición del artiÌculo 155 en Catalunya.
Una supuesta rebelión –o ahora sedición– sofocada a golpe de BOE no es precisamente la materia de la que están hechos los sueños revolucionarios ni las pesadillas golpistas.