Desde su desembarco en la política nacional, Santiago Abascal y Vox han mantenido de manera incesante y transversal una propuesta que no figura en sus programas electorales: llevar al Gobierno “al banquillo” de los acusados. Lo han intentado de muchas maneras en los últimos tres años y, hasta la fecha, todas sus comunicaciones con la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo han terminado en fracaso. Hasta media docena de querellas inadmitidas y rechazadas en las que el partido ultraderechista pedía imputar a sus rivales políticos acusándoles de delitos que no existen, intentando convertir en ilegal el uso de la libertad de expresión o, incluso, equivocándose de ventanilla al presentar la querella en el tribunal que no era.
Es una frase recurrente en los discursos y tuits de Santiago Abascal. “Acabará sentado en el banquillo de un tribunal”, prometió desde la tribuna del Congreso a Pedro Sánchez después de que el ejecutivo indultara a los presos del procés independentista. “Hay que cambiarles el sillón azul por el banquillo de los delincuentes”, escribió sobre las ministras Ione Belarra e Irene Montero. “Los responsables deben sentarse en el banquillo”, afirmó en 2020 sobre la falta de mascarillas. “Este Gobierno no sólo debe ser destituido. Debe sentarse en el banquillo. Y acabar en la cárcel”, aseguró sobre la llegada de migrantes a España en agosto de ese año.
Esa pasión por ventilar las diferencias políticas en la jurisdicción penal va acompañada, además, de una estrategia en la que las fotos delante de los tribunales presentando denuncias y querellas forman parte del día a día comunicativo del partido. También de una intensa celebración del trámite que supone que un juzgado ponga un sello de entrada al escrito, antes de decidir si se admite o no a trámite. Porque en esa primera meta flotante suelen quedarse la mayor parte de sus acciones penales, aunque después Vox no ponga el mismo entusiasmo en comunicar a sus miles de seguidores y 3,6 millones de votantes que la querella no se ha convertido en investigación y que nadie se ha sentado en ningún banquillo.
En tres años distintos tribunales como la Audiencia Nacional, la Audiencia Provincial de Madrid y, sobre todo, el Tribunal Supremo han dictado una treintena de autos inadmitiendo querellas contra miembros del Gobierno de coalición o políticos progresistas. Hasta tal punto que es habitual que haya citas cruzadas para justificar la inadmisión. Y una letanía jurídica que repite la sala segunda del Tribunal Supremo: “La presentación de una querella no conduce de manera forzosa o ineludible a la incoación de un procedimiento penal”.
El último ejemplo es la querella que Vox anunció contra el vicepresidente primero del Congreso y diputado del PSOE, Alfonso Rodríguez Gómez de Celis. Le acusaban de prevaricar porque en noviembre del año pasado una diputada de la ultraderecha usó el término “filoetarras” para referirse a los parlamentarios de EH Bildu y el querellado le retiró la palabra. Los jueces dijeron que no había ni rastro de un delito de prevaricación. Se mostraron sorprendidos, incluso, de la necesidad de usar esa palabra durante el debate de una proposición no de ley sobre el apoyo a la candidatura de Málaga para albergar una exposición internacional sobre ciudades sostenibles.
La ristra de delitos con la que Vox ha intentado llevar “al banquillo” a miembros del Gobierno, del PSOE o de Podemos abarca más de medio Código Penal. Desde la prevaricación, la malversación de caudales públicos y el tráfico de influencias hasta el plagio, la alteración del orden público, injurias, calumnias o, más recientemente, la incitación a la corrupción de menores. Este último caso es el de la ministra Irene Montero, llevada ante el Supremo por defender la educación sexual en menores en sede parlamentaria.
En este caso, el Tribunal Supremo directamente recordó a Vox que no existe el delito de incitación a la corrupción de menores, además de apuntar a una “publicación sesgada” de unas palabras que, sin ninguna duda para los jueces, no estaban promoviendo la pederastia ni por asomo. El partido de Santiago Abascal, que había anunciado su querella, no comunicó ni el primer rechazo del Supremo ni tampoco la desestimación de su recurso de súplica, que no fueron conocidas hasta que las reveló elDiario.es.
La ministra de Igualdad no es una excepción ni entre la batería de querellas recibidas ni en su escaso éxito por la vía penal. El presidente Pedro Sánchez, miembros de su gabinete como Reyes Maroto, Ione Belarra, Dolores Delgado o Fernando Grande-Marlaska, el diputado Pablo Echenique o incluso los expresidentes Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero han sido objeto de querellas desestimadas con autos que guardan puntos en común: la mayoría de las veces Vox se basa en informaciones periodísticas, no presenta ninguna prueba que invite a abrir una investigación y confunde la frontera entre la contienda política y el Código Penal.
Su querella contra Pedro Sánchez por una ayuda pública millonaria a Plus Ultra, por ejemplo, fue una “mera remisión” al Supremo de “una serie de informaciones, difundidas públicamente a través de medios de comunicación”. Sus iniciativas penales para sentar en el “banquillo” la gestión de la crisis del COVID, tal y como explicó este periódico, también naufragaron.
El banquillo, el último recurso
Que el derecho penal y el famoso banquillo de los acusados es el último es algo que repite el Tribunal Supremo cada dos por tres y que está bastante asentado en la jurisprudencia española desde la década de los años ochenta, de la mano de catedráticos como Gonzalo Quintero. Pero no en las querellas que Vox usa como ariete contra sus rivales políticos. “Por intensa que pueda ser la crítica política a dicha estrategia, es en este terreno, el debate político, en el que debe ser ventilada. Será en el ámbito político y, en último y soberano término en el propio de la contienda electoral, donde deberá ventilarse”, dijo el Supremo antes de rechazar la última querella de Vox contra Pedro Sánchez.
Ese día acusaron al presidente del Gobierno, entre otros, de conspiración para la rebelión, sedición, prevaricación y malversación en una estrategia en la que englobaban la mesa de diálogo de Catalunya, los indultos del procés y la reforma que derogó la sedición. Una querella que presentó Abascal en el propio Supremo acompañado por la plana mayor del partido y decenas de manifestantes con pancartas, azuzados por la promesa de que presentaban una querella “con muchísimas pruebas, muy sopesada, con una argumentación jurídica inatacable”. Los jueces contestaron unas semanas más tarde: “Dicho pretendido plan o proyecto delictivo se basa en exclusiva en las especulaciones o juicios de intención de la propia parte querellante”.
Es habitual, por ejemplo, que naufraguen sus acusaciones de delito de odio contra compañeros del Congreso. Sucedió con Ione Belarra cuando dijo que eran “nazis a cara descubierta”. En ese auto iba lo más parecido a una victoria penal que ha obtenido Vox en estos procesos, con los jueces reconociendo que no era delito pero sí de mal gusto: “Podrá entenderse que tales expresiones son contrarias al debido respeto que deben depararse los distintos partidos políticos en confrontación electoral, pero no son constitutivas de un delito de odio”, dijeron los jueces.
La “mera sospecha” no vale
Tampoco hubo delito de odio cuando la entonces ministra Reyes Maroto vinculó la navaja que recibió en su despacho en 2021 con el clima político provocado por Vox. Ni cuando Pablo Echenique, diputado de Unidas Podemos y alto cargo del partido, relacionó una pintada antisemita en Barcelona con Vox. O cuando animó a investigar una supuesta agresión a una manifestante durante las protestas contra el encarcelamiento de Pablo Hasel: “Cualquier ciudadano podría verse sometido a una investigación basada en la mera apariencia”, dijo el Supremo sobre esta querella.
El mismo poco éxito han tenido hasta la fecha las acusaciones de prevaricación. Un delito que castiga a quien toma decisiones a sabiendas de su injusticia, y que Vox suele esgrimir contra políticos sin identificar la decisión que han tomado. Por ejemplo cuando quisieron llevar al banquillo a Fernando Grande-Marlaska por la destitución, hoy declarada ilegal, del coronel Diego Pérez de los Cobos: “La mera sospecha de que fue el ministro el que dio la orden de cese, no apoyada en elemento probatorio alguno, no es suficiente para la apertura de una investigación penal”, dijo. Lo mismo que cuando le acusaron de tomar decisiones policiales para desproteger al partido ante los disturbios en Vallecas en la campaña madrileña de 2021: “No se aporta indicio alguno de que se hubiera dictado una ”resolución“ por el aforado, que pueda ser calificada de 'injusta', en sentido jurídico penal”.
Lo mismo sucedió cuando acusaron a Pedro Sánchez y Dolores Delgado de evitar que la Abogacía del Estado acusara de rebelión a los presos del procés, o de dejar desprotegido al juez Pablo Llarena ante una investigación en Bélgica. O cuando acusaron al presidente del Gobierno en la misma querella de plagiar su tesis y favorecer laboralmente a su esposa. Las opiniones de Vox sobre Begoña Gómez, dijo el Supremo, son “claramente insuficientes” para abrir un proceso penal.
El rastro de las querellas de Vox contra rivales políticos llega hasta 2017, cuando el partido no tenía escaños en el Congreso y era votado por poco más de 45.000 personas. Ese año intentaron llevar al “banquillo” a Mariano Rajoy, acusándole de desobediencia, omisión del deber de perseguir delitos y dejación de funciones por, según su criterio, no hacer lo suficiente para contener el procés independentista catalán. El Supremo no pudo ocultar su sorpresa a la hora de rechazar la querella: Rajoy había llegado a aplicar el artículo 155 en Catalunya, interviniendo la autonomía.
Los triunfos en el Constitucional
Por el momento, y a pesar de una docena de fracasos y una treintena de autos de inadmisión por la vía penal, la factura judicial de Vox sigue teniendo números en color verde. En primer lugar por los sonados triunfos que obtuvo en el Constitucional con la estimación de sus recursos contra los dos estados de alarma, que quedaron anulados. En segundo lugar por su presencia como acusación popular en el procés, que catapultó a la opinión pública a figuras como Javier Ortega Smith a pesar de su ínfima incidencia en el proceso y a pesar de las veces en que el propio Supremo lamentó no haber tenido más opción que aceptarles como acusación.
La promesa de llevar al “banquillo” al Gobierno por la gestión supuestamente criminal de la crisis de COVID-19 también quedó en nada, aunque por otra vía consiguieran tumbar el estado de alarma más de un año después de su final. La causa que impulsaron como acusación popular contra el 8M feminista de 2020, por ejemplo, quedó en nada.
El Supremo rechazó sus acusaciones ya a finales de 2020 contra el ejecutivo central, y rechazó después su intención de reabrir el caso. Solo un juzgado de Madrid mantiene abierta una causa por la compra millonaria de mascarillas contra dos cargos de Sanidad y uno de Hacienda con la Fiscalía solicitando el archivo del caso porque, entiende, todo se basa en “meras conjeturas” del partido ultraderechista.
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