Ignatius Farray: “El sistema quiere que estés entretenido y que consumas”
De niño creyó que Granadilla de Abona, su pueblo, “lo era todo”. Allí fue feliz. Pero desde aquel rincón canario también corrió como el coyote para que no le molieran a palos “los matones del colegio” hasta llegar a Moderdonia, ese país independiente que constituyó con David Broncano y Quequé en el mapamundi de La Vida Moderna. El “muchachito tinerfeño que ya nació con siete dioptrías”, buscando atención, también limpió muchos bancos de la iglesia donde hizo la catequesis. Durmió en suelos sin colchón al abrigo de una buena borrachera. Y en el tortuoso camino que le hizo deambular por barrios de Madrid, por Londres, y por casi todos los garitos de mala muerte de la península aprendió que “todo lo que sucede conviene”.
Con su “abuela”, que no era su abuela sino su tía abuela, descubrió “el éxtasis cómico, la felicidad absoluta, escuchándola reír con sus hermanas vestidas de luto viendo a Gila”. Delante de “El Papa”, que no era el Papa sino su abuelo materno, hizo su primera actuación programada: “Fue un completo desastre”. Con su “mentor”, que era realmente su profesor de música y ética, leyó su primer libro, La conjura de los necios, y adoptó el nombre de su protagonista: Ignatius. Lo de Farray lo tomó prestado honrando la memoria y el segundo apellido de su padre. Entonces, comenzó a imaginarse “quién podría ser en el futuro”. Y queriéndose mirar en el espejo de Faemino y Cansado dejó el archipiélago para aterrizar en la Complutense, “convertirme en la persona más exótica que había pisado aquella Universidad”, y estudiar “lo más cercano al cine: Comunicación Audiovisual”.
Sin más conocimiento de Madrid que los rincones retratados en las películas de Almodóvar, creyó que en la capital “el sida flotaba en el ambiente como el polen” y temió dar besos a su familia una Navidad “para no contagiarles”. Mientras comía “naranjas sin parar” y veía “películas de Fellini” siguió a un amigo y se fue a Londres: “Mi misión era llevar mi vida lo suficientemente al límite para que Shiva no tuviera más remedio que fijarse en mí”. Disfrutando espectáculos de los grandes cómicos, chupando pezones y haciendo monólogos detrás de la barra de un bar, trabajando en pizzerías y en un hotel frecuentado por la Reina Madre de Inglaterra, lo consiguió. Regresó a Madrid con la bendición de la diosa, pero también con la condena de ser “siempre muy exigente” consigo mismo. Aun sin tener donde dormir salvo siendo okupa en una casa alquilada por amigos y con el estómago rugiéndole, llegó a devolver los sesenta euros que le pagaron por actuar una noche: “Siempre sentía que no había estado a la altura, que no lo había hecho del todo bien”. Haciendo el grito sordo, convirtiéndose en el Loco de las Coles, en Pollito de Troya o en la voz de la banda Petróleo, entendió que “tu libertad termina donde empieza tu gilipollez”.
Transformando su timidez en transgresión sobre el escenario ha pedido perdón: “Cuando veo que se me ha ido la olla y que alguien se ha molestado, lo paso 'supermal´. Muchas veces he buscado a esa persona porque si no pido disculpas, no duermo tranquilo”. Con el tiempo ha perdido pelo, pero ha aprendido a medir sus golpes. En 2018 el camino se allanó: nominado a un Emmy por una serie sobre su vida, El fin de la comedia, celebró un Ondas como parte de La Resistencia, actuó y escribió guiones para Álex de la Iglesia y ahora proclama que Vive como un mendigo, baila como un rey. Quienes le tienen cerca dicen que “es revolucionario y casi temible sobre el escenario, amable y humilde fuera”. Su amigo David Broncano añade que “Ignatius probablemente es, a día de hoy, el mejor cómico del mundo”. Pero él tiene claro que su lugar es “el mismo de cualquiera: aquí y ahora. No hay otro sitio”.
Mientras tuitea que “la derecha se aprovecha de nuestra realidad y la izquierda de nuestras fantasías”, afirma que su hijo es quien le pone “los pies en el suelo”. Con once años, Javier dice que su padre como cómico le gusta, “pero menos que José Mota”. Desaparecido el miedo que sintió cuando la comadrona se lo puso en los brazos, le bombea más su corazón y se alivia su miocardiopatía cuando escucha al niño decir: “El juguete más antiguo que tengo me lo regaló él. Es un camión morado con cara. Lo tengo guardado con mucho cariño. Los juguetes ya me están dejando de interesar, pero ese me lo voy a quedar”.
Esquivando piedras desde crío
“El destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás”. Fiel a sus palabras, retrocede hasta el 2 de diciembre de 1973. Aquel domingo a Nixon ya le asediaba el Caso Watergate, en la radio sonaba el Top of the world de Carpenters y se estrenaban como padres Nuria y Javier. Ella le enseñó “lo que es bonito y lo que es bueno” sin necesidad de decírselo nunca. De él, “un corredor de rallies semiprofesional”, heredó su físico y “la forma tan sentimental de vivir las cosas”.
El pequeño Juan Ignacio Delgado Alemany creció pensando que todo el mundo, “hasta los que salían en la tele”, eran de su pueblo. También los que a los doce años le acorralaban en la puerta del colegio y se burlaban de él. Entonces aprendió que “lo mejor que se puede hacer en la vida es hacer las cosas al revés”. Harto de tanta ofensa, un día salió del escondite donde trataba de esquivar las piedras que le tiraban y fue hacia ellos gritando: “¡Perdónalos porque no saben lo que hacen!”. Los chicos, boquiabiertos, pararon el bombardeo de cantos. Se había ganado su respeto.
El de su tía abuela Mamanenes siempre lo tuvo. El aroma y el sabor “del queso blanco y tierno de cabra casi fundido en una taza de té” que le ponía para merendar, le recuerdan que “aquel niño con alma de viejo si con alguien compartía sentido del humor era con ella”. Ser un crío “muy querido” hizo que acabara teniendo “mucho amor propio''. ”Pero sinceramente no quería hacer nada. Y, al final, tuve suerte porque lo más parecido a eso es dedicarse a la comedia“.
Shiva le tentó y Cansado le dio su teléfono en un baño
A su legión de seguidores en Twitter les confiesa que dio su voto a Unidas Podemos en las últimas elecciones generales: “Pero no les voté para que fueran intelectuales, sino para que fueran políticos”. Con mucha barba, pero sin pelos en la lengua, mientras enseña “paz a los avasallados” hace alarde de compromiso e ironía y añade: “Que el Partido Popular a partir de ahora se llame Somos lagartos espaciales dispuestos a destruir la humanidad: Total, le van a votar igual”.
Para alcanzar su humor transgresor, que eleva como muy pocos a “la Commedia”, tuvo mucho que ver uno de sus profesores de bachillerato. Él le bautizó con el apodo de “Ignatius” y le descubrió “cosas importantes sin saber siquiera que me las estaba enseñando: fue en quien vi por primera vez la opción de afrontar un discurso desde la comedia. Soy lo que soy como cómico por Agustín”. De aquel maestro, con el que continúa en contacto, le viene también su pasión por el cine de Fellini: “El Casanova es para mí la cumbre de la cinematografía. Nunca se ha llevado el cine más allá. Pero románticamente recomiendo La voce della Luna. Me acuerdo de que la primera vez que la vi yo vivía en Las Águilas, un barrio de Aluche, y la vi en Madrid. Salí tan ensimismado y hacía una noche tan bonita que decidí volver caminando desde la Puerta del Sol hasta aquel barrio simplemente recordando la película”.
Muchos más que aquellos nueve kilómetros son los que recorrió hasta plantarse en las orillas del Támesis. De Madrid se llevó varios amigos, más borracheras, mucha experiencia como pizzero, una licenciatura y la desilusión de no ligarse a una italiana que le escuchaba sus eternas disertaciones sobre Fellini. Pero también varios sueños cumplidos: un póster de Faemino y Cansado que arrancó de una valla publicitaria y con el que vistió su cuarto; “la felicidad completa de haber visto una actuación magistral” de aquel dúo cómico; y, “contra todo pronóstico”, el número de teléfono de Cansado que le dio apuntado en un trozo de papel “mientras hacía pis en un baño público” e Ignatius fingía “que lo necesitaba para un trabajo de la facultad”. Con “aquel talismán en un bolsillo” y un tentáculo de Shiva empezando a darle “toquecitos en el hombro” se subió a un avión y aterrizó en Londres: “Creí que podría ir a navegar por ahí y ver la parte cómica del mundo. Es mi modo de ahuyentar la melancolía y regular la circulación”.
“La comedia salvó mi vida”
En la City londinense, como le había sucedido en Madrid, Juan Ignacio se confinó en cada habitación por la que iba pasando: “No estoy equipado para el trato social”. Primero, en el piso “cochambroso y húmedo”, pero que le encantaba“ porque estaba en Walworth”, un barrio del sur “en el que supuestamente nació Charles Chaplin”. Después, en la habitación en la que le alojaron mientras trabajaba en un hotel de lujo, muy cerca del Palacio de Buckingham, donde desayunaba la Reina Madre: “Nunca coincidí con ella porque me pusieron en el turno de noche, donde nadie podía verme. Estaba de nuevo en un trabajo donde no se me consideraba apto para el contacto humano”.
Mientras escuchaba como ahora el bebop de Thelonious Monk, “mi dios musical, la comedia y el jazz están hechos con el genio de la improvisación”, leía filosofía y las críticas de comedias en The Guardian. También “por la noche, como no venía nadie al hotel, me tumbaba a dormir en la alfombra del salón principal al lado de la chimenea”, charlaba con un vagabundo del que se hizo amigo y saliendo a correr “me topé con un club de comedia en el Soho. A modo de metadona, me metí una noche a ver qué se cocía allí. No entendía ni la mitad del texto de los cómicos, pero disfrutaba muchísimo de las actuaciones. Ahí empecé a vivir de nuevo”.
Asistiendo al festival de humor de Edimburgo, el Fringe, conoció a Daniel Kitson, su álter ego también físicamente: “El cómico más underground e indie que existe. Empecé a fliparme tanto que me dije que, pasara lo que pasara, acabaría encima de un escenario”. Pasó por mucho, pero lo cumplió. Con los monólogos cómicos de moda cuando regresó a España, vio una oportunidad de dedicarse a ello: “En un bar al sur de Tenerife me enteré de que celebraban un concurso. Me presenté. Estaba tan nervioso que me subí a la montaña para relajarme. Me había parapetado mentalmente para afrontar eso, pero hasta que no pisé el escenario no supe qué iba a suceder. Salió muy bien, lo cual fue un enganche”. Desde ese momento, soltó las riendas Juan Ignacio y las cogió Ignatius: “La comedia, como la cultura, está al servicio del sistema. El sistema no quiere a gente aburrida, quiere verte entretenido, consumiendo. Mientras estamos entretenidos viendo comedia, perdemos tiempo de estar en la calle quemando contenedores”.
Interrumpe su discurso porque le recuerdan que quedan sólo unos minutos para comenzar a grabar otro capítulo de La Vida Moderna. Lleva unas notas con tachones en un folio. Todavía conserva algo de su manía de ajustar la longitud de las frases, con más o menos palabras, para justificar los márgenes. Así hizo durante años hasta que un compañero de facultad le descubrió la existencia del tabulador. El talento de los auténticos genios no está para teclear sino para crear. Cuando se abran los micrófonos Nacho se achantará ante Farray. Sólo les separa el fino borde del escenario: “El sagrado límite entre el refugio y la tormenta”. Mientras, despide su Playlist recomendándonos la última serie de Jim Carrey: “Kidding. La primera temporada me gustó mucho. La segunda es una mierda, no sé qué pasó. Creo que ya no la dirigía Michel Gondry”. Suena el móvil y sigue ganando terrero Ignatius: “Me gustaría recibir un tuit de Nathy Peluso con un 'LLÁMAME' con mayúsculas como diciendo: voy toda loca, voy a fuego contigo”.
Preocupándose por un gato callejero que se cruza, él también se frena y, al instante, regresa el tímido y honrado muchachito tinerfeño al que la comedia le salvó la vida: “Soy mi peor enemigo lo mire por donde lo mire, el peor contrincante con quien me podía haber enfrentado”.
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