Como casi todo en la vida, ir de compras es un poquito más difícil si vas en silla de ruedas. En mi caso, necesito ir acompañado. Las perchas están altas, los estantes abarrotados y es imposible utilizar un probador. Eso, en las tiendas en las que es posible entrar con silla de ruedas. La mayoría tiene un escalón a la entrada y en muchas la sección de hombres no se encuentra en la planta calle (y no hay ascensor).
Ya puestos en faena, hay que elegir bien. ¿Los colores? ¿Las marcas? No: las tallas. Hace poco descubrí que esto del tallaje es un invento diseñado por alguien que odiaba a la humanidad. Al menos, a la mayor parte. Resulta que una L es una L... a veces. Según qué fabricante puede ser una M o una XL. Los bípedos lo tienen fácil (aunque es un poco latoso): van al probador, se enfundan el pantalón o la camiseta y comprueban si les vale. De nuevo, yo lo hago más complicado. La persona que me acompaña extiende una camiseta sobre mí y, a ojo, decide si vale o no. Días después, la llevo a la modista, corta la tela y entonces averiguo que he tirado el dinero. Claro, Zara no acepta devoluciones de camisetas cortadas por la mitad.
Las últimas que me he comprado han sido 2XL. Parece una barbaridad pero no. Al no tener brazos, hay que cortar las mangas, ajustar el ancho y coser un “escote”. Se pierde mucha tela. Añadimos que el 90% del tiempo estoy sentado y que me sobra algún kilo (tampoco muchos, no os penséis), y el resultado es que necesito más talla que Alex de la Iglesia en sus buenos tiempos.
Venga, más detalles sobre mi vestuario. Hablo de camisetas porque prácticamente es lo único que llevo. La camisa queda bien si estás de pie y la llevas por dentro; y ni uno ni otro. Así que cuando me pongo alguna parezco un narcotraficante colombiano (véase mi foto de perfil). En cuanto a pantalones, siempre el mismo modelo. Son holgados para que entren las prótesis; de tela fina para sentarme con comodidad; sin botones ni cremalleras para poderlos subir y bajar yo mismo con unos palos; baratos porque se rompen con frecuencia a causa del roce entre la prótesis y la silla; y de un único color: blanco, negro o marrón.
Luego están las chaquetas, que suponen un verdadero reto para adaptarlas. Aquí sí doy importancia a la estética. Al contrario que el resto de la gente, nunca me las abrocho, no cierro los botones ni cruzo un cinturón; me resulta demasiado incómodo y me impiden coger el móvil o sacar las llaves. Las chaquetas me sirven para llevar cosas en los múltiples bolsillos que hago coser. Abrigar, abrigan poco; al menos que me queden bien.
Mis amigos se ríen de mi cada vez que me regalan ropa por mi cumpleaños. Lo hacen en agosto y saben que hasta el invierno no me la verán puesta. Razón: modista.
Siempre me da pereza ir. Mucha. El tiempo es demasiado escaso como para gastarlo en ir a un sitio a que te prueben ropa, te pinchen con un alfiler, te digan que has tirado 20 euros a la basura, que esta camisa es de un tejido diferente al usual y quedará raro... Después pasa un tiempo hasta que la modista prepara la ropa y te llama para probar. De nuevo, nunca encuentro el día, y eso que vive a 5 minutos de casa. Pero claro, hay que ir, que para eso he comprado la ropa. Probamos, peleamos con las telas, la modista recorta, las camisetas me vienen justas, le digo que recorte más, me paso de frenada y me cargo una camiseta... Y me dice que me llamará cuando estén listas. Tercer viaje: siempre hay algún detalle por pulir. Y luego pagar, claro. Hay veces que me sale más caro el arreglo que la prenda.
Al final, estreno la ropa 6 meses después de haberla comprado. Como para fijarme en las modas.
Me da la impresión de que en este terreno no existe una salida fácil. Cada retrón tenemos nuestras particularidades físicas. Uno será muy delgado y otro muy gordo; uno tendrá una pata de metal y otro irá sin brazos; algún manco preferirá recortar las mangas y otro dejarla al vuelo... Incluso hay ciegos que van con gafas de sol y otros que no.
En tiempos fui a una tienda en Zaragoza donde hacían ropa a medida para retrones. A mí no me funcionó; me gasté una pasta y la ropa fue a la basura. Ahora hay más, pero creo que no son para mí.
Lo bueno que tiene es que, dentro de estos límites, puedes vestirte como quieras. Durante mi juventud llevaba pantalones y camisetas desteñidas, a lo hippy. Ahora llevo pantalones del rastro, camisetas de Desigual y abrigo de trapo. De todos los que me miran por la calle, creo que ninguno se fija en la ropa :)