Este es un espacio donde opinar sobre Sevilla y su provincia. Sus problemas, sus virtudes, sus carencias, su gente. Con voces que animen el debate y la conversación. Porque Sevilla nos importa.
Y yo, ¿soy negra?
El domingo, tras las votaciones, caí en tal desesperanza que me refugié en mi lugar feliz, una película llamada Ghost world que, por si no la habéis visto, es una comedia sobre dos adolescentes outsiders con un humor absolutamente incómodo.
Durante una de las escenas recordé una tarde, cuando siendo mi hija muy pequeña, tendría unos tres años, su abuela se refirió a una amiga mía como “tu amiga negra”. Mi hija, prudente, esperó a llegar al coche para preguntarme: Mamá ¿quién es tu amiga negra? Le expliqué que la mamá de su amigo B. No entendía por qué lo de negra y al explicarle que se refería a su color de piel pareció atar cabos: Entonces, ¿B es negro? Le contesté que también, pero que no era la manera de referirse a nadie, ya que esa palabra se había usado y se usaba muchas veces como insulto. Ella se quedó pensando, moviendo su cabecita rubia de un lado a otro, y al rato me preguntó muy seria: Mamá, y yo ¿también soy negra?
El drama no era ese, el auténtico drama era que mientras recibía la noticia, a su lado, en la misma oficina de la seguridad social, un “extranjero” lloraba de felicidad porque con tan solo cinco años en el país había conseguido una paga mucho mayor
La película, como todo refugio, ya sea un bar o una parroquia, cerró y tuve que enfrentarme a la realidad de los resultados electorales. Me pregunté ¿una ardilla? ¿quién? ¿por qué? y sobre todo ¿para qué, con qué fin? No creo que nadie vaya a elegir a un representante y gestor de sus bienes e impuestos con la idea de que lo hará mal o de que saldrá perjudicado, así que cuando elegimos mal o actuamos provocando un daño, o bien es porque sacamos rendimiento o bien es porque somos, lo que menos, torpes. Lo sé, está la opción del mal por el mal, pero he decidido mantenerme suavemente esperanzada.
Así, esperanzada, entré a la mañana siguiente en el despacho de un asesor fiscal, al que acudí con una duda sobre mi declaración de la renta. Al rato, y “sin meterse en política”, vio adecuado rellenar el silencio con una historia “de vergüenza”, subrayó, sobre un cliente suyo al que, llevando trabajando toda la vida, le iba a quedar una pensión de apenas mil euros. Pero el drama no era ese, el auténtico drama era que mientras recibía la noticia, a su lado, en la misma oficina de la seguridad social, un “extranjero” lloraba de felicidad porque con tan solo cinco años en el país había conseguido una paga mucho mayor. Me sonó a la historia de la niña de la curva, como si ya me la hubieran contado mil veces cambiando detalles como el lugar o los protagonistas.
Mi hija en ese momento no sabía que era blanca ni lo que significa tener un privilegio de nacimiento. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, tanto que, en tres años, tanto ella como sus compañeros de instituto podrán votar
Niñas fantasmas, ONGs millonarias o lobbys todopoderosos, bases mitológicas sobre las que sumar dos más dos, y ya lo tienes, ¡cinco! ¡El sistema está corrupto! Sencillo y cómodo, porque la suerte, en este caso, es que la fuente del problema, es decir, el sistema que hay que derribar para asegurar un futuro mejor lo conforman curiosamente los grupos con menos poder y con mayor riesgo de pobreza: los otros, es decir, mujeres, migrantes y otras minorías, dibujadas como criaturas abyectas con propósitos ilegítimos, quimeras con las que se pueden banalizar comentarios y actitudes inmorales y fascistas bajo el término canallita de lo “políticamente incorrecto”, siempre identificable, además, por la falta absoluta de gracia o de talento. Y es que, en este momento histórico que estamos viviendo no se me ocurre nada más antisistema que ser políticamente correcta y apostar por valores de respeto y de convivencia.
Mi hija en ese momento no sabía que era blanca ni lo que significa tener un privilegio de nacimiento. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, tanto que, en tres años, tanto ella como sus compañeros de instituto podrán votar. Estoy segura de que entre ellos habrá consumidores de fuentes de desinformación que no constatarán ninguno de los mitos que les inculquen a fuego, que realmente piensen que votar a la ultraderecha es un acto de rebeldía y contra el sistema que les niega privilegios que son suyos, pero ojalá que escuchen campanas, educación sobre el peligro de las fake news, sobre la responsabilidad del voto, la protección de los derechos humanos, el funcionamiento del congreso o del parlamento europeo y ojalá que de vuelta a casa, al menos, algunos se pregunten: Y yo, ¿soy el sistema?
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