En España se localizan 31.000 hectáreas de uno de los ecosistemas más valiosos: las lagunas costeras como las que brotan en Doñana, el Mar Menor, L’Albufera de València o el Delta de l’Ebre. Un hábitat protegido cuyo deterioro no se detiene a pesar de estar designado como “prioritario” por la legislación europea. El Gobierno ha admitido en su última evaluación para la Comisión Europea que su estado ha empeorado en los últimos cinco años y merece la calificación de “malo”.
La degradación salta a la vista y la alerta roja está encendida. El 12 de noviembre pasado, las organizaciones SEO-Birdlife y Ecologistas en Acción solicitaron al Ministerio de Transición Ecológica que declarara el hábitat lagunas costeras como “en peligro de desaparición”. Piden que se active así el Catálogo Español de Hábitats en Peligro, una herramienta prevista por la ley desde 2007 y que no ha sido implementada todavía.
La ley de Biodiversidad explica que se incorporará un ecosistema a ese listado por “tener un área de distribución reducida y en disminución, haber sido destruidos en la mayoría de su distribución, haber sufrido un drástico deterioro” o mostrar “alto riesgo de transformación irreversible”. Y obligará a las administraciones a tomar “medidas necesarias para frenar la recesión y eliminar el riesgo de desaparición”.
Las lagunas costeras salpican casi todo el litoral de la península ibérica y las islas Canarias y Baleares. Aunque también se dan en la región atlántica con ejemplos como las marismas de Santoña (Cantabria), las lagunas de Barayo (Asturias), O Xuncal (A Coruña), o la Lagoa Bodeira (Pontevedra), la mayor parte de este hábitat se distribuye por el Mediterráneo. El Mar Menor, L’Albufera valenciana y el Delta del Ebro suman el 68%. Doñana aporta otro 28%. Son la cara más visible de un ecosistema casi único en peligro de extinción.
Con 13.800 hectáreas supone ella sola el 43% de este hábitat en España. Su degradación ha llegado a un punto que ha obligado a crear un plan especial para intentar frenar los vertidos de restos de fertilizantes agrícolas que destruyen el ecosistema. Hacen falta 640 millones de euros. En 2016, en nivel llegó al “colapso ecológico” representado en la sopa verde en la que se convirtió la laguna. La imagen de cientos de miles de peces y crustáceos muertos en las orillas de la laguna en octubre de 2019 volvió a alertar sobre la precariedad del hábitat. La entrada de agua dulce por las lluvias de una DANA creó una bolsa sin oxígeno que terminó de rematar un ecosistema ya en estado muy precario, como describió más tarde un informe del Instituto Oceanográfico Español.
Solo desde ese episodio de mortandad masiva, la Confederación del Segura ha detectado unas 9.500 hectáreas de regadío irregular en su entorno y se ha declarado en mal estado químico el acuífero al que ha llegado buena parte de las aguas de riego cargadas de fertilizantes. Los químicos terminaban filtrando al Mar Menor. La Región de Murcia ha aprobado este agosto una ley para este ecosistema que crea una franja de protección a su alrededor donde no debería haber cultivos de regadío industrial. Los ecologistas de la zona avisan de que esta norma ampara y promueve “la agricultura sostenible de precisión” que, dicen, es otra manera de llamar al regadío superintensivo.
El choque está servido: la Comunidad de Regantes del Campo de Cartagena acaba de “armarse” de razones para defenderse al encargar un estudio que, exponen, indica que su actividad genera 2.800 millones de euros, “el 37% del PIB de la comarca” y conlleva 47.000 empleos.
A Doñana le chupan el agua por la que existe. Y mucha de manera ilegal, según acaba de considerar la abogada general del Tribunal Europeo de Justicia donde se dirime el caso contra España por el expolio continuado de los acuíferos que alimentan este espacio natural. Este jueves, la letrada Juliane Kokott las calificó como “extracciones desmesuradas” que dañan “tres zonas de conservación de importancia europea”. Ha recomendado que los jueces fallen en contra de España.
Que el bombeo de agua sin permiso está secando Doñana no es una novedad para las autoridades españolas. La Confederación Hidrográfica del Guadalquivir ha calculado este mismo año que revertir el expolio puede costar unos 150 millones de euros. El acuífero fue declarado oficialmente sobrexplotado en julio pasado.
Una vez más, enfrente está el crecimiento acelerado que experimentó la agricultura de regadío en la corona que rodea Doñana, pero que utiliza las mismas aguas bajo tierra. “Agricultura de valor añadido que es el principal motor económico de un conjunto de municipios que suman 80.000 habitantes”, concede el Ministerio de Transición Ecológica.
Hace solo una semana, el 29 de noviembre, una borrasca que pasó por Catalunya se llevó por delante la barra del Trabucador en el Delta del Ebro. Una franja estrecha de tierra de seis kilómetros de largo que cierra la bahía de los Alfaques del mar abierto. Solo este año, el temporal Gloria ya la había roto en enero y volvió a romperse en marzo. Una frágil barrera en un delta sobre el que aparecen las lagunas costeras de Calaix del Mar y Gran y la de l’Encanyissada.
Al Delta de l’Ebre le falta su elemento esencial: la arena. Los sedimentos que arrastra el río más caudaloso de España, simplemente, no llegan. Se quedan en la multitud de embalses y presas que regulan sus 930 kilómetros de curso. Se calcula que, actualmente, aporta unas 100.000 toneladas al año cuando, libre de infraestructuras, llegaba a los 30 millones de toneladas. Demasiada diferencia.
Además, el delta padece otra presión de lado marino: la crisis climática que provoca la subida del nivel del mar inunda un delta cada vez más exiguo. La altura media de la mayoría de todo este espacio ronda los 1-2 metros. Una situación similar a la de los pequeños estados insulares del Pacífico que ven peligrar su propia existencia.
En el caso de la desembocadura del Ebro, la agricultura del arroz está amenazada por el deterioro del delta. La intrusión de agua salada es poco compatible con las cosechas.
Las causas de la agresión a esta laguna al sur de la ciudad de Valencia están claras: la contaminación del agua que llega desde los núcleos urbanos, industriales y agrícolas. Y la regulación de los flujos hídricos que deciden los regantes de la Acequia Real mediante la Junta de Desagüe.
El primero ha hecho que “la deficiente calidad de los aportes de agua” causara la crisis ambiental de la Albufera en los años setenta del siglo XX “que aún hoy persiste”, según ha admitido este año la Confederación de Júcar. La entrada de nutrientes químicos lleva a la proliferación de fitoplancton que reduce la transparencia del agua y la reducción del oxígeno disuelto. Una reacción en cadena que destruye la vegetación acuática, luego la de los peces e invertebrados y, en definitiva, las poblaciones que se alimentan de ellos. “Si no se reducen y eliminan las cargas de nitratos y fosfatos no existe ninguna posibilidad real de recuperación del estado de conservación del humedal, extremadamente deteriorado hasta el punto de considerarse como un lago hipereutrófico”, han descrito SEO y Ecologistas en su petición al Ministerio.
La regulación del nivel del agua en la Albufera por parte de los regantes provoca “cambios de aportes sobre todo por la actividad agrícola asociada al cultivo del arrozal”. El año pasado, la Fiscalía inició una investigación por el “alarmante descenso” del nivel de la laguna que detectó. Sin embargo, los regantes de la Acequia Real contraponen que, gracias a las modernizaciones en sus sistemas, van a conseguir ahorrar 30 hm3 que irán a la laguna. Alrededor de L’Albufera se cultiva alrededor de un 15% de la producción arrocera española, unas 116.000 toneladas al año.
9