“Mi ansiedad empeoró muchísimo cuando empezó la pandemia. Después, cuando nos dieron un poco de libertad, noté que me costaba mucho más socializar que antes”. Lucía tiene 19 años y sufre de fobia social o trastorno de la ansiedad social.
“Una gran mayoría de personas tenemos cierta ansiedad social. Nos gustaría caer bien en determinadas situaciones, como en un primer día de trabajo. Existe una deseabilidad social, que puede ser más o menos grande. El problema es cuando esta emoción se desarrolla en trastorno”, describe el catedrático en Psicología Antonio Cano-Vindel esta fobia, un problema psicológico que ocurre cuando se distorsiona la realidad y se interpretan ciertos momentos como una situación de peligro.
La crisis epidemiológica por la COVID-19 y las nuevas medidas de seguridad han propiciado nuevos tipos de relaciones sociales, basadas en la distancia interpersonal y, en muchas ocasiones, en la tecnología. Desde la Asociación Española de Ayuda Mutua contra Fobia Social y Trastornos de Ansiedad (AMTAES) señalan que el periodo de confinamiento y el aislamiento supuso un “refuerzo” para estas personas, ya que no tenían que enfrentarse a “esos miedos en la vida diaria”, algo que consideran negativo para su recuperación de cara al progresivo retorno a la presencialidad.
“Como si tuviera un león delante”
Esta fobia se trata de un conjunto de “distorsiones cognitivas sobre interpretaciones de ciertas situaciones sociales, que son amenazantes para las personas afectadas, porque piensan que su conducta no será apropiada”, según desarrolla el psicólogo Cano-Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS). Para una persona con este tipo de problema, un hecho social aparentemente sencillo como “pedir una pizza” o “comprar el pan” se convierte en una amenaza real, “como si tuviera un león delante”, ejemplifica la psicóloga y divulgadora en redes sociales Brenda de la Peña.
Las personas que tienen este problema psicológico pueden presentar características muy variadas. “Desde siempre recuerdo haber sido muy tímida. Algunos familiares se quejaban de que no hablaba y lo sentía como una falta de aceptación de mi personalidad introvertida. No sentía que tuviera ningún problema, simplemente era muy sensible y las personas bruscas o poco conocidas me asustaban”, habla por correo electrónico una joven de 30 años con trastorno de la ansiedad social, que prefiere que no se dé ninguna información personal sobre ella. Según relata, cuando en el colegio le hacían leer le provocaba episodios en los que se ahogaba y no podía respirar. Pero la ansiedad no solo aparecía en ese momento, sino también de manera anticipada, los días anteriores. Como indica De la Peña, “la ansiedad es un círculo vicioso”, porque el hecho de pensar que pueden sucederse estos episodios –como la sensación de falta de aire u otros como el tartamudeo– lleva a la persona a preocuparse antes, durante y después del momento social.
La socialización en la juventud
Con la crisis de la COVID-19 se registró un aumento “preocupante” del número de adolescentes y jóvenes con problemas de salud mental en España. Los trastornos por estrés y ansiedad eran algunos de los más recurrentes no solo en estos grupos de edad, sino también en la población general, como refiere Antonio Cano-Vindel: “La pandemia ha supuesto estrés para la mayoría de las personas. Y esto significa también más ansiedad, irritabilidad, tristeza, y emociones negativas”. Estas emociones pueden darse por diversos motivos, según la persona, pero Cano-Vindel advierte de que “si esas consecuencias emocionales se mantienen en el tiempo, en algunas personas puede conllevar trastornos emocionales, como ansiedad y depresión”.
Durante la adolescencia y juventud, la socialización es un proceso fundamental. Un ejemplo de ello es el paso del instituto a la universidad. Los campus fueron de los primeros centros en pasar a lo telemático y llevó a miles de estudiantes a vivir la experiencia a través de las pantallas, lo que supuso una “limitación del ritual de paso que es la vida universitaria en cuanto a conocer nuevas personas”, indica el antropólogo social Carles Feixa, quien incide en que no es solo un “aprendizaje intelectual”, sino también social. Esto le ocurrió también a Lucía, que tuvo que vivir su primer año de universidad con las medidas de seguridad por la COVID-19: “En la cuarentena me encerré en mí misma porque no estaba obligada a relacionarme, así que cuando salí fue como un shock porque tuve que relacionarme de nuevo y llevaba sin practicar muchísimos meses”, relata la joven.
Este tipo de problema mental en los jóvenes muchas veces se suma a la falta de información que tienen las familias en algunas ocasiones. La psicóloga y divulgadora Claudia Pradas habla de una “invalidación de los problemas de salud mental” en estas edades por parte de los adultos, quienes muchas veces “no dan las herramientas para que mejoren”. Por ello, es importante que en la familia se sepa reconocer cuándo el hijo o hija tiene una predisposición a desarrollar un trastorno de la ansiedad social ya que, como señala el catedrático Cano-Vindel, “hay niños que nacen predispuestos genéticamente a no ser tan sociales”, con lo que “si no tienen padres entrenados, tienen más riesgo a desarrollar en la adolescencia” estas afecciones.
Nuevas formas de socializar: 'relaciones 'onlife'
El coronavirus también trajo consigo una nueva forma de relacionarnos con las personas que nos rodean, sin contacto físico y con distancia de seguridad. Una socialización relegada a videollamadas y al mundo virtual. Pero ya antes de esto los grupos más jóvenes habían integrado una manera de relacionarse que “rompía las barreras” entre lo online y lo offline, en lo que se denomina, según el antropólogo social Carles Feixa, “relación onlife”.
Los adolescentes tienen relaciones presenciales, pero también a través de la tecnología. En un primer momento estos grupos, “bajo la conciencia de que sería algo temporal”, tuvieron una reacción “positiva en general”. Sin embargo, a partir de la primera etapa se mezcló la situación de epidemia con hechos estructurales derivados de la crisis de 2008, como “marginalización económica, política y social de los jóvenes, y la infantilización o extrema dependencia y pérdida de vínculos sociales”, agrega Feixa.
Aunque la internalización del “no dualismo” entre el mundo online y offline es ya una realidad, el experto en antropología social habla de que los seres humanos en general, “y los adolescentes en particular, son moldeables”. Es decir, el pasar meses estableciendo conexiones personales a través de una pantalla y sin mantener contacto físico no tiene por qué integrarse en los grupos jóvenes. De igual forma, Cano-Vindel asegura que “sigue existiendo la necesidad de intimar, de tener contacto y apoyo social, esencial para matizar los problemas emocionales”. La tecnología pudo servir para acercar a las personas en un momento de crisis epidemiológica, pero el ser humano sigue necesitando el contacto físico.