Amor, límites y comunicación. Son las tres variables que, según José Antonio Marina, los padres tienen que manejar al dedillo cuando emprenden la difícil tarea de educar a sus hijos.
Este filósofo y pedagogo ha desarrollado una teoría de la inteligencia que huye del concepto de conocer por conocer para moverse hacia la idea de aprender para dirigir la acción. Un proceso de autocontrol difícil de asumir cuando sentimos miedo; la emoción que más paraliza, avergüenza y también de la que menos se habla.
Sacar esos miedos del agujero de la reclusión y desarrollar la valentía son las premisas de las que parte su último libro, Los miedos y el aprendizaje de la valentía (Ed. Ariel), con el que pretende dar consejos a los padres sobre cómo ayudar a sus hijos a afrontar lo que Marina llama los “miedos enemigos”.
¿El miedo y la inseguridad que sienten los padres puede trasladarse a los hijos?
Normalmente, el origen de la preocupación excesiva de los padres son los mensajes contradictorios. Los reciben constantemente en el colegio, el médico, la familia, el grupo de amigos..., y llega un momento en el que no saben si dar una visa oro a sus hijos o un tortazo. El miedo es una emoción que puede heredarse, no porque sea genética, sino porque es aprendida. Si uno de los padres tiene fobia a las arañas, probablemente alguno de los hijos también adquiera este miedo por imitación.
¿Es malo tener miedos?
El miedo detecta un peligro y nos prepara para responder a él, como hacen los animales. Esos son los llamados miedos amigos, que hay que educar y mantener porque protegen nuestra integridad. Pero hay otros miedos, los enemigos, que sólo ha desarrollado el ser humano por su capacidad para razonar. No son peligros reales, sino imaginarios, que pueden incluso limitar nuestra vida. Es una emoción muy fácil de provocar y por eso todos tendemos a utilizarla más de lo que deberíamos.
Además, en los niños se dan los miedos evolutivos, que son los que aparecen ligados a una edad determinada. Son, por ejemplo, el miedo a la oscuridad, a los extraños, al agua, a los ruidos fuertes... Normalmente estos temores tienen un pico y luego van desapareciendo. Por eso, los padres no deben alarmarse, sino tener paciencia, animar a sus hijos a habituarse poco a poco a aquello que les asusta. La clave está en evitar que saquen esos temores de quicio y se conviertan en patologías.
¿Cómo ayudar a los hijos a superar esos temores?
Ante los temores, hay varias formas de actuar. Una de ellas, la más común, es la huida. Y esa es precisamente la que hay que evitar, porque lo único que provoca es que ese miedo engorde y que los niños se hagan más dependientes de aquello que les pone a salvo, que remedia su malestar. Evitar el miedo no lo resuelve.
Ocurre, por ejemplo, cuando un niño tiene miedo a dormir solo y se va a la cama de sus padres. El proceso de ir habituándose a la oscuridad tiene que completarse tarde o temprano y, al final, el niño tendrá que enfrentarse a su miedo porque llegará un momento en el que tenga que dejar el colecho. Dormir con sus padres es sólo una manera de aliviar la sensación desagradable momentáneamente.
¿Hay miedo en la escuela?
Tradicionalmente, la educación ha estado muy ligada al castigo. Las personas de mi generación estábamos acostumbradas a un trato muy autoritario y teníamos interiorizado el miedo. Cumplíamos muy bien con todo lo que teníamos que hacer. Es un rasgo común de los niños más miedosos, que se les educa muy bien porque son muy obedientes. Sin embargo, cuando estos niños salen a la vida adulta, es probable que sean más dependientes, pasivos y que les cueste más tomar decisiones. Son adultos con poca capacidad real para dirigir su acción hacia la resolución de los problemas.
La preeminencia de esta concepción dramática de la escuela es muy clara con dichos como 'la letra con sangre entra' o 'te doy a dar una lección'. Este contexto pesa mucho; tanto, que estudiar comienza a percibirse como algo desagradable. Una concepción alejada de la realidad: a los niños sí les gusta aprender.
Entonces, ¿los castigos no son buenos aliados de la educación?
Todo lo contrario. Aunque a veces son necesarios; por ejemplo, si un niño mete los dedos en un enchufe, es una forma de inhibir una conducta que no fomenta ninguna alternativa. Es más, tiene muchas contraindicaciones y no favorece los comportamientos positivos. Si tu hijo no estudia, el castigo no es la solución porque puede provocar que mienta, que falsee las notas, que copie... Ninguna de esas soluciones favorecen el aprendizaje, que es lo que hay que poner en valor. Si se aplica un castigo porque es necesario cortar una conducta muy puntual, siempre tiene que ser proporcionado.
Y, en el sentido contrario, ¿premiar el comportamiento positivo es recomendable?
Por supuesto. Hay que premiar los pequeños actos de valentía de nuestros hijos y así ir avanzando en la superación de los temores poco a poco, con retos cada vez mayores. Por ejemplo, a un niño que tiene miedo a la oscuridad le puedes proponer que vaya a una habitación a coger algo, pero sin encender la luz. Cuando se enfrentan a ello y ven que ganan al miedo, lo van desactivando.
¿Los adolescentes son especialmente vulnerables al miedo?
La adolescencia es una etapa complicada, pero no tan catastrófica como se pinta. En los últimos 15 años, la neurología ha descubierto que la adolescencia (de 13 a 18 años) es la segunda edad de oro de las personas. El cerebro se reorganiza, se hace más potente y aprende a manejar la información mucho más rápido. Este cambio supone que, en lugar de conducir un ciclomotor, los adolescentes tienen que empezar a conducir un ferrari.
Durante estos años de transición a la vida adulta, los chicos y chicas buscan su identidad, se independizan de la familia y necesitan la aceptación del grupo de iguales. Son, por así decirlo, sus tres tareas evolutivas. La última es fundamental porque sólo con ese círculo de iguales se comunican con sinceridad. Y si ese círculo les falla, pueden sentirse muy perdidos. Ocurre, por ejemplo, con el acoso escolar, una muestra de la infalibilidad del miedo. Es algo que a las víctimas les cuesta reconocer, no se atreven a hablar de ello y se van encerrando en sí mismos.
¿Y qué puede hacer la familia en estas ocasiones?
Primero, detectar ese miedo porque probablemente no sean los hijos quienes te lo cuenten. Una vez que se conoce, hay que animarle a que busque apoyos y dejarle algo claro: 'tú no eres tu miedo'. Lo mejor es transmitirles la idea de que el miedo es como una gripe contra la que hay que luchar y que puedes despreciar sin despreciarte a ti mismo. A partir de ahí, el siguiente paso es aumentar las fortalezas, aunque en momentos dados haya que aguantar algunas molestias.
En la Universidad de Padres hacemos talleres sobre cómo charlar con un adolescente. Recomendamos a los padres que nunca empiecen una conversación con una pregunta, porque eso provoca el blindaje inmediato de la otra persona. Si no te contestan a la primera, lo más probable es que sigas preguntando hasta que la charla se convierta en un interrogatorio.
Es importante que se enseñen estrategias de comunicación en las escuelas, donde estos problemas son muy comunes y se pueden descubrir con más facilidad. Sabemos muchas cosas de educación que nos permitirían resolver la mayor parte de los problemas educativos. Está demostrado que puede aprenderse la creatividad, la valentía, el talento... Pero penetrar en la escuela es una tarea muy lenta. Por eso surgió la Universidad de Padres, para crear sinergias que luego se pudieran trasladar a las aulas.
En su libro defiende que la valentía se puede aprender, ¿cómo hacerlo?
En las páginas aporto algunas claves básicas para conseguirlo: tener una actitud proactiva orientada a metas, aprender a inhibir la respuesta, controlar la atención, educar el habla interior, cambiar el poder de los desencadenantes, aumentar la confianza en uno mismo, la resistencia a la frustración, el optimismo y la esperanza. Es un proceso largo, pero muy positivo porque garantiza la libertad. No se trata de no sentir miedo, sino de actuar a pesar de él.