Rafael fue demasiado socialista, leído y muy admirado. Rafael Miranda Huerta fue fusilado hace 84 años por alguna razón que sus familiares desconocen. Quizá fue por alguno de estos tres motivos. Simplemente, un día no volvió del cuartel de la Guardia Civil de la zona de Grado (Asturias).
Su hija Onelia tiene 87 años y una capacidad para la oratoria que le dicen le viene de su padre, Rafael. “Él estaba algo metido en política. Pronunció mítines en Llantrales y algún colegio. Rogelio, que lo oyó hablar, me dijo que era impecable. Sabía hablar y contestar. Creo que era inteligente y estaba bastante leído. No sé si fue en Tampa o con don Hilario, un maestro de Grado muy conocido, que tiene calle en Grado. Mis tías decían que era muy buen maestro”, comenta. Los mítines en la comarca fueron a su vuelta de Tampa (Florida), donde estuvo cerca de veinte años y a donde le acompañó su hermano pequeño, Marcelino, que no regresó. Uno rondaba los 22 años y el otro los 18 cuando emigraron, primero, a Cuba. Rafael regresó con más de cuarenta. Marcelino se quedó allí.
A la precisión con la que Onelia usa sus palabras le acompaña una memoria inoxidable. Sus recuerdos sobre aquellos días son los que su madre y sus tías construyeron en ella. “Hablaban muy poco con nosotras de aquellas cosas. No querían contarnos ni a mi hermana ni a mí las barbaries mientras éramos rapacinas”, dice sentada a la mesa de la cocina de su piso, en una colonia de edificios de tres alturas, a la salida de Grado. Sólo tiene un recuerdo de él: “Que hacía de burro y me llevaba a carrapuchu por la sala de mi casa palante. Tendría yo tres años. Pues eso me quedó grabado”, cuenta y se le ilumina la cara.
En la conversación está presente su hijo Carlos y el exalcalde de la ciudad, Pepe Sierra (IU). Su marido falta desde hace una semana y dice que “así anda la cosa” si le preguntas cómo se encuentra. Suspira. Trata de asumir la pérdida. Ha tenido una semana ajetreada de luto y exhumación. Fue hace unos días a ver los resultados del trabajo de los voluntarios y voluntarias de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). Estuvieron una semana rescatando parte de los cuerpos de los fusilados en El Rellán, en un prado a la salida de la ciudad y muy cerca de Villanueva, una aldea famosa por un hermoso torreón de 20 metros de altura de lo que debió ser un castillo del siglo XV. Allí está la casa de la familia de Onelia. Este sábado celebran las fiestas, es tiempo de siega y huele a heno, a pesar de un verano otoñal. El río Cubia cruza ancho y sereno el valle, que padeció la crueldad franquista en los días de la Guerra Civil y la represión durante la posguerra y dictadura.
Persecución familiar
Ahora es difícil ver algo más allá del espectacular paisaje, pero el paraíso también tiene memoria y secretos que todo el mundo conoce. “Había un rondín [vigilante] que llamaba Lucindo, que siempre me dijo: ”Tu padre tá en El Rellán“. Siempre lo decía”, recuerda sin atisbo de rencor. Lucindo tenía buena información, militaba en Falange. Onelia hace años que no vive en ese valle de su infancia. No dejaron descansar a la familia y tuvieron que cambiar su hogar de pueblo una y otra vez. Un día llegaron a registrar la casa y dieron con el baúl de Tampa en el que su madre tenía todavía ropa de Rafael, asesinado años atrás, y el ajuar “fabuloso” que le habían comprado sus padres.
Mandaron abrirlo y le preguntaron dónde había robado todo eso. Su madre sacó la factura del ajuar, comprado en almacenes “Los Chicos”. “Mi padre dejó claro que esas facturas no se tiraran nunca y uno de los guardias le dijo a mi madre: ”Está usted muy equipada“, cuenta. Afortunadamente aquel guardia no se dio cuenta de que la madre guardaba el reloj de bolsillo de su padre. ”Tenía unas hojas de oro incrustadas“, se detiene Onelia hablando de un objeto muy poco habitual entonces por allí.
Esa fue su vida de amenaza, persecución y acoso desde octubre de 1937, cuando mandaron a Rafael acudir al cuartel. “Mi padre lo mandaron venir a presentarse al cuartel de la Guardia Civil y mis tres tías, solteras, además de mi madre, le dijeron que no fuera. Querrían decir que se escondiera. Y él: ”¿Por qué me voy a esconder si nunca he hecho daño a nadie, de qué me voy a guardar? Marchó y no volvió más. Se supone que está en El Rellán, pero nadie lo vio. Creo que estuvo preso varios días antes de que lo mataran“, cuenta Onelia. En la campa donde montaron una granja de cerdos sobre la fosa con decenas de cuerpos también había un salón de baile. A su hermana y a ella le decían ”no entréis allí“.
Manda a su hijo Carlos a por una de las fotos que tiene en la mesilla del recibidor. “Este es Rafael Huerta Miranda. Se casó mayor, con unos 45 años. Esta foto es de Tampa, mira esos zapatos blancos, blancos. Vivía en una avenida que se llamaba Ybor. El dólar no lo tiene en esa foto a la vista. Vete tú a saber si lo tenía en el bolsillo”, explica Onelia con el marco entre las manos. Guarda la foto como un tesoro. Aunque está por venir otro: el dólar de oro es el objeto más llamativo que los voluntarios de la ARMH hallaron en el entorno de la fosa. Una moneda acuñada en 1856, con un punto de soldadura que posiblemente utilizara su dueño como colgante. “Yo creí que al dólar no se le hace prueba del ADN”, bromea. No sabe si es de él. Pepe Sierra, que ha investigado la identidad y vida de los fusilados en El Rellán, asegura que no puede ser de otro. Nadie más estuvo en EEUU y fue asesinado.
Los zapatos blancos
Rafael viste un traje oscuro de raya diplomática, camisa blanca y corbata estrecha lisa. El estudio del fotógrafo tiene alfombra y un telón de fondo. El decorado lo remata la silla de patas curvas que forman una equis, una inspiración de las sillas curul romanas que se ofrecía a modo de trono. Rafael, sentado, cruza las piernas mientras pierde su mirada lejos del objetivo de la cámara fotográfica. En el gesto deja ver la extravagancia de charol que se ha permitido calzar: zapatos blancos de cordones, con tacón cubano y rematados en punta. Si esta es la prenda que más habla de cada uno de nosotros de Rafael quizá digan que ha roto con su pasado labriego y no espera que su futuro tenga condena. El detalle lo agarra entre los dedos. Con la mano izquierda sostiene un puro. Parece zurdo pero no campesino.
El puro es importante porque al regresar a España siguió labrando el campo y plantó tabaco en el valle. De Florida y Cuba también trajo las semillas del socialismo. La gente le decía a Onelia que su padre había sido muy bueno con todos. “Que yo sepa todo el mundo lo trató bien. Salvo aquello que debió ser una denuncia por envidia y lo liquidaron. Lo de los mítines y las cosas de diario, porque era una persona abierta y estaba capacitada para defenderse hablando y eso molestaba mucho. Siempre oí a mis tías que había muchas envidias contra él”, recuerda. Necesita encontrar a su padre para tenerlo en mejor sitio. Pregunta si de la fosa salen huesos largos o “huesines”. “Ojalá aparezcan sus restos para que no estén sin padre ni madre”. Ese es su deseo 84 años después de que lo asesinaran y lo ocultaran bajo la tierra y una gochera.
Así ha sido la vida de Onelia, entre indicios y esperanzas, sin saber lo que creer del padre que no le dejaron tener por sus ideas. En El Rellán, los 14 cuerpos que de momento han recuperado, no hay soldados. Ni rastro de ropa militar. Se ha conservado un abrigo de paño duro. El cuerpo está boca abajo y también asoma entre los restos lo que parece una pitillera. “Esto no es una excavación arqueológica, es una exhumación, un acto de reparación de la memoria de todas estas familias que el Estado se niega a asumir”, explica desde la fosa Malena García, voluntaria de la ARMH. Onelia, como el resto de los familiares de las víctimas, necesitan reconocimiento. Y que su historia no quede enterrada.