Me hice cuenta de Twitter por dos motivos. Por procrastinar, porque abrí mi perfil a finales de enero de 2011, con mis primeros exámenes de febrero de la carrera de periodismo a la vuelta de la esquina. Estaba motivado, pero no lo suficiente como para no distraerme con la red social en la que nos refugiamos para huir de Facebook porque llegaban nuestros mayores. Eran los meses previos al 15M, el punto de inflexión de Twitter en España, así que siempre podré decir, escudriñando el horizonte con mi monóculo y con la superioridad de un crítico musical indie que lo ve todo antes que nadie, que yo ya tenía Twitter antes de que fuera mainstream. También porque acababa de entrevistar a Juanjo Anaut, redactor jefe de Marca y poco después director de comunicación del Atlético de Madrid. Me prometieron que en la red social del pajarito podías escribir a los famosos y, lo mejor de todo, a veces te contestaban. Quería ser periodista deportivo –qué tiempos– y Anaut para mí era famoso. Como buena celebrity nunca me respondió, me sentí timado y le dejé de seguir.
Usaba Twitter sin filtros, como una especie de Tuenti sin fotos en el que comentar partidos de fútbol e inventar hashtags divertidos con los que no atender en las clases de semiótica. Al tiempo lo dejé un poco de lado hasta que en dos paseos con mis amigos Beloki y Taeño les comenté, ya metido de lleno en el antirracismo, que quería darle un perfil más público para hablar de lo que otros no hablaban. Sin darme cuenta firmé con la mano derecha mi bendición y con la izquierda mi perdición.
De repente un grupito vimos que colar nuestros temas en los medios era fácil porque los medios miraban cada vez más a Twitter para rascar temas, copiar enfoques y excavar hasta dar con noticias. Hablamos del #EstadoEspañolNoTanBlanco y se armó, señalamos el racismo que vivimos en el sistema educativo y se transformó en reportajes. Los invisibles al poder encontramos la herramienta más democrática para alzar la voz sin editores ni censores. Solo nosotros y los seguidores.
Santiago Zavala, en la novela Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa, se preguntó en qué momento se había jodido el Perú. Diseccionando diferentes diagnósticos pero sin una respuesta clara, ahora nos preguntamos: ¿En qué momento se había jodido el Twitter?
No sé si fueron los continuos cambios en una red con usuarios más conservadores de lo que querían creer. O si fue la falta de cintura para frenar el impacto de los mensajes negativos: para mostrar acuerdo basta un retuit o un like, pero para el desacuerdo solo queda el mensaje: así, los insultos y amenazas los lees, pero no los retuits. No sé si fue su incapacidad, copiando a la misma sociedad, de proteger a los débiles justo en la red social donde nos sentíamos más fuertes. O si simplemente porque no estábamos preparados para ver entre la riqueza de los memes y hashtags las miserias de un mundo en el que cada vez es más difusa la línea entre lo virtual y lo real.
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