En la barricada, junto a los chalecos amarillos: “Lo que nos une es la arrogancia de Macron”
De pie sobre el césped de una rotonda, Céline es una de las personas junto a una barricada hecha de neumáticos y palés de madera en un pueblo al norte de Toulouse. Tras ella, arde una hoguera y ondean banderas francesas junto a pancartas pidiendo la dimisión de Emmanuel Macron.
“Estoy preparada para pasar la Navidad protestando en esta rotonda junto a mis hijos, no vamos a dar marcha atrás y no tenemos nada que perder”, dice Céline, de 41 años y votante de Macron en las elecciones presidenciales de 2017. “Daba buenos discursos y la verdad es que yo me creía sus promesas de cambiar Francia, pero ya no”.
Céline trabaja como asistente de clase para niños con necesidades especiales y gana 800 euros al mes. No le alcanza para el alquiler así que vive junto a sus cuatro hijos en la casa de un pariente en un barrio periférico de Toulouse, al suroeste de Francia.
“Lo primero que hizo Macron en el Gobierno fue recortar el impuesto a la riqueza para los súper ricos, a la vez que recortó los subsidios para vivienda de los pobres”, dice. “Es una grave injusticia; todo el país se ha alzado para protestar”.
Hay albañiles, enfermeras y empleados de la industria de la aviación local entre las veinte personas que protestan en la barricada de esta rotonda de Lespinasse, cerca de un crucial depósito de combustible. Llevan puestos los muy visibles chalecos amarillos que han caracterizado la reciente ola de manifestaciones en Francia. Los conductores de los camiones y los coches que pasan hacen sonar el claxon en señal de apoyo, se asoman por las ventanas, y gritan: “¡No se rindan!”.
Esta protesta ciudadana de base comenzó en noviembre como una rebelión espontánea contra el aumento de los impuestos al combustible y se ha transformado en un movimiento más amplio en contra del Gobierno y de Macron. La mayor crisis vivida hasta ahora por el joven presidente. Los manifestantes lo tildan de monarca arrogante y acusan a Macron de presentarse en el extranjero como un héroe progresista capaz de frenar la marea del nacionalismo cuando en su país es percibido como otro miembro de la distante élite política que alimenta la desconfianza y empuja a la gente hacia el populismo.
“Siempre temí que hubiera algo de dictador en la forma en que Macron hace las cosas”, dice Robert, un carpintero y ebanista de 64 años de Toulouse. “Tiene buen aspecto y habla muy bien, pero no está sabiendo interpretar estas protestas porque se cree el salvador de Francia; no está escuchando, se ha olvidado del factor humano”.
El sábado 1 de diciembre París sufrió sus peores disturbios callejeros en décadas, con batallas contra la policía y coches incendiados por elementos marginales de unas protestas que por lo general han sido pacíficas. Las atracciones turísticas y los museos de la ciudad tuvieron que cerrar ese día, con advertencias del Gobierno por la posibilidad de miles de alborotadores en la capital capaces de “golpear” o incluso de “matar”. Pese a todo, los chalecos amarillos han vuelto a protestar en los pueblos y ciudades del país el fin de semana siguiente.
Una protesta a nivel nacional
El principal temor del Gobierno es que la violencia no se limita a París sino que ocurre también fuera de la capital. El primer fin de semana de diciembre, incendiaron las oficinas del gobierno local en la pequeña ciudad central de Puy-en-Velay. En Toulouse, las batallas con la policía antidisturbios dejaron varios heridos, y en el sur de Francia, incendiaron y destrozaron las cabinas de peaje de las autopistas.
Hace poco más de una semana, la policía antidisturbios disparó gases lacrimógenos contra las manifestaciones que los estudiantes de secundaria organizaron contra las reformas universitarias y escolares. El vestíbulo de una escuela secundaria de Blagnac, a las afueras de Toulouse, quedó destruido por el fuego. Un transportista de unos 20 años que participó en una marcha callejera de la pequeña ciudad rural de Montauban (suroeste de Francia) dijo estar conmocionado por los gases lacrimógenos y que la violencia podría darse en cualquier lugar de Francia.
Muchas de las rotondas y cabinas de peaje que los chalecos amarillos siguen bloqueando se encuentran cerca de pequeños pueblos y aldeas que normalmente no son noticia. Como suelen estar lejos de las grandes ciudades, el coche es necesario para trabajar o para llevar a los niños al colegio, de ahí la indignación ante el aumento de los impuestos al combustible.
Hay un elemento que parece unir a manifestantes de diferentes orígenes y afinidades políticas: el rechazo personal que sienten por Macron. Para hablar de su “arrogancia”, se refieren a imágenes retransmitidas por la televisión, como la vez que le dijo a un desempleado que “cruzara la calle” para encontrar trabajo, o cuando se puso en plan profesor a decirle a unos jubilados que no debían quejarse. Además de la indignación que despertaron las obras de remodelación del Palacio del Elíseo y la piscina de vacaciones construida en el palacio presidencial de verano. Según una encuesta difundida la semana pasada, el índice de aprobación de Macron ha bajado hasta el 18%.
A vueltas con los impuestos
Isabelle, una madre soltera de 41 años, nunca había participado en una protesta antes. Cobra el salario mínimo (que subirá 100 euros, tras lo anunciado ayer) por trabajar en un puesto de bocadillos del aeropuerto de Toulouse todos los días desde las 3 de la mañana. Enfrentada a la opción de Macron o la candidata de la extrema derecha, Marine Le Pen, en las presidenciales del año pasado, Isabelle fue una de las muchas personas que deliberadamente anularon su papeleta para votar. “Esto ya va mucho más allá de los impuestos al combustible”, dice. “Parece que vivimos en un mundo loco en el que los ricos no pagan casi nada y a los pobres les ponen impuestos por todo. Ya basta con la élite”.
El movimiento de los chalecos amarillos es diferente a cualquier otro de la Francia de posguerra porque ha surgido en Internet y sin líder, sindicatos ni partidos que lo respalden. En las barricadas es posible encontrar una gran variedad de personas: hay gente apolítica, personas de izquierda que le tienen miedo al nacionalismo, votantes de la nacionalista Le Pen, ecologistas... Muchos están contra la Unión Europea, a la que perciben como la responsable de un capitalismo desenfrenado.
Como dijo un estudiante de filosofía de 24 años, “parece un momento histórico en Francia”: “Lo compararía con la primavera árabe, una especie de revolución que comenzó en Internet”.
Los manifestantes se quejan de que los pobres son los más afectados por el alto nivel impositivo de Francia pero siguen valorando los servicios públicos. “Queremos una estación de tren”, dice una de las pancartas en un edificio de Lespinasse. Por todo el país, las zonas rurales se quejan del agotamiento de los servicios públicos. La sensación es que el dinero público está siendo malgastado y utilizado, principalmente, para mantener el lujoso tren de vida de la élite política.
“Los hospitales carecen de personal y de financiación suficiente”, dice una enfermera de 39 años de un hospital de Toulouse. “Pero lo que nos une a todos es la arrogancia de Macron; ha empeorado las tensiones, como un pequeño rey que se enfrenta contra todo un país; Macron nos tuvo de rehenes diciéndonos que era el único capaz de frenar el nacionalismo y a Le Pen, pero ya no tiene ninguna credibilidad en Francia”.
Fabien Mauret, un albañil autónomo, cocina para los manifestantes salchichas en una barbacoa. “Creo que hemos llegado a un punto de no retorno”, dice. “Antes estaban los ricos, los de en medio y los pobres. Ahora solo hay muy ricos y pobres, nada entre esos dos”.
Mauret solía dar su voto a los socialistas y ahora vota por Le Pen: “Estas protestas de las rotondas son tranquilas; pero el Gobierno sabe que las manifestaciones pueden ponerse feas; no digo que sea algo bueno, pero esa es la realidad”.
Según Raymond Stocco, de 64 años y exempleado de mantenimiento de aviones, los súper ricos deberían devolver las exenciones fiscales que disfrutaron en los últimos cuatro años. “El gran error de Macron fue tratar a la gente en Francia como si fuéramos estúpidos”, dice.
En este rincón del suroeste rural y suburbano de Francia, los manifestantes han considerado la opción de bloquear también los hipermercados como una forma de hacer que la gente compre de nuevo en las pequeñas tiendas locales.
Muchos dicen que el movimiento perdurará. En parte, por el sentimiento de comunidad que se ha generado. Alexandre, un camionero jubilado que vive en una caravana, pasó su cumpleaños número 63 en la barricada. “Me siento menos solo cuando vengo aquí a hablar de política con todo el mundo”, dice.
Traducido por Francisco de Zárate