Inspirándose en la máxima de San Juan que afirma que otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de sus fatigas, John Berger escribió una bellísima historia literaria del campesinado europeo. Para ello convivió durante 15 años con agricultores y ganaderos de un pueblecito francés de la Alta Saboya, que le ayudaron a cultivar relatos e historias que ilustran el desmantelamiento de su estilo de vida. Ahora se aproxima el cuarenta aniversario de la publicación del primer tomo, Puerca Tierra, de esta trilogía que recoge la vida de quienes sobrevivieron en el campo al éxodo rural, de quienes se vieron obligados a marcharse y de quienes ya nacieron en la ciudad procedentes de familias campesinas.
Al final del primer libro Berger afirma indignado que “despachar la experiencia campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna; imaginar que miles de años de cultura campesina no dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta casi nunca ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada”.
La desarticulación progresiva de las tramas de vida campesinas y el éxodo rural son uno de los episodios traumáticos sobre los que se asientan la expansión urbana, el industrialismo y la sociedad de consumo. Freud nos enseñó cómo un suceso traumático, que resulta muy desagradable para nuestra consciencia individual o colectiva, es desalojado y queda reprimido en el inconsciente. Un mecanismo de defensa orientado a proteger a las personas del dolor emocional, pero que no logra conjurar el regreso inesperado y ocasional de estos recuerdos reprimidos mediante síntomas de enfermedad, actos fallidos o especialmente sueños.
El campesinado sería ese engorroso fantasma del pasado que reaparece cada vez que se le da por muerto, recordando a la sociedad urbana y globalizada que depende del medio rural y de los ecosistemas naturales para algo tan básico como alimentarse. No en vano algunos teóricos sociales bautizaron al campesinado como la clase incómoda, una molesta pesadilla que denuncia el funcionamiento de sistemas económicos, modelos territoriales e imaginarios culturales.
Durante la semana que va del 15 al 24 de julio Euskal Herria acogerá la VII Conferencia Internacional de La Vía Campesina, un movimiento social internacional que agrupa a campesinos y campesinas, pequeños y medianos productores, pescadores, pastores, pueblos sin tierra, indígenas, migrantes y trabajadores agrícolas de todo el mundo. Iniciativa que coordina a 164 organizaciones en 73 países de África, Asia, Europa y América, representando a alrededor de 200 millones de campesinos y campesinas, para defender la agricultura sostenible a pequeña escala como un modo de promover la justicia social y la dignidad, enfrentándose al agronegocio, las multinacionales y las políticas económicas que están destruyendo los pueblos y la naturaleza.
Resulta paradójico que en tiempos postmodernos uno de los movimientos sociales más consistentes y mejor vertebrados a nivel mundial tenga muchos rasgos premodernos, como la aspiración de con economías arraigadas al territorio y a comunidades locales que garanticen su democratización. Anhelos que quedan a la sombra de otros movimientos sociales con un alto voltaje simbólico. Fuera del foco comunicativo, en la penumbra, el campesinado lleva cerca de veinticinco años cultivándose cuidadosa y silenciosamente, desarrollando esta iniciativa cuyo epicentro no es urbano, y cuyo principal protagonismo no recae sobre los países enriquecidos. Por primera vez en su historia la Conferencia Mundial viene a Europa a invitarnos a poner los pies en la tierra, reorganizar nuestros sistemas agroalimentarios y mirar a los ojos a aquellos a quienes llevamos décadas dando la espalda.
A lo largo de la historia los mercados y los gobiernos han estado entrelazados a instituciones sociales y comunidades locales que los anclaban al territorio, los controlaban y les imponían una serie de valores y normas culturales. Esto daba lugar a sociedades unidas por una suerte de lo que Thompson denomina economía moral, basada en una ética de la subsistencia, que priorizaba la reproducción social de las comunidades y la persecución del bienestar colectivo frente al lucro personal.
No se trata de promover una mirada romántica ingenua o idealizada sobre el pasado, durante periodos donde la escasez, la pobreza y las desigualdades reinaban, sino de reconocer que estas sociedades tradicionales funcionaban bajo otra lógica económica y territorial. Tal y como narra Polanyi en La Gran Transformación, la historia del capitalismo es una huida de estas regulaciones sociales para extender el Gobierno de la ley de la oferta y la demanda, a lo que podríamos añadir el rechazo a las limitaciones geográficas y ecológicas de la economía.
El funcionamiento del sistema agroalimentario es una de las realidades que de forma más notable ilustran ese conflictivo proceso de desarraigo social y de desterritorialización, con las injusticias sociales y las problemáticas ambientales que lleva asociadas. Fenómeno ante el cual, de forma lenta e imperceptible, se ha ido configurando una alternativa en torno a la noción de agroecología. Una propuesta que es simultáneamente una ciencia y una forma de conocimiento, un modo de manejo agronómico y un movimiento social que pretende transitar hacia la democratización y la sostenibilidad del conjunto de la cadena alimentaria.
Un minimizado evento global, como la Conferencia Mundial de Vía Campesina, puede servir también para arrojar luz sobre nuestra situación particular, pues igual que las semillas esperan bajo la nieve la llegada de condiciones propicias, la sacudida sociopolítica provocada por el 15M ha dejado la tierra removida. El pronóstico augura un tiempo proclive para sembrar nuevas prácticas y anuncia la existencia de una ventana de oportunidad para el despliegue de políticas públicas agroecológicas.
Ante la visión compartida por muchas personas ligadas a la agroecología dentro y fuera de las instituciones, de que es el momento para movilizar recursos, intentar saltos de escala, arriesgar en la coproducción de políticas públicas y provocar pequeños cambios de tendencia que sean irreversibles, un grupo de personas hemos coordinado el libro Arraigar las instituciones. Propuestas de políticas agroecológicas desde los movimientos sociales. Una obra cuyo objetivo es aportar herramientas concretas para el diseño y la promoción de procesos de transición agroecológica desde las administraciones públicas, y para dotarlas de instrumentos normativos y legales. Un trabajo coral con agricultores y ganaderas, con personas de dentro y fuera de la universidad, recogiendo voces de diversos puntos de nuestra geografía y del conjunto de la cadena alimentaria.
El compañero Jorge Riechmann suele afirmar que por cada siglo de campesinos hay varios milenios de cazadores recolectores. Pero también que por un siglo de campesinos hay dos años de obreros, oficinistas, empresarios, ayudantes de laboratorio o programadores informáticos. No perdáis de vista a los campesinos, porque en cierta medida, nosotros todavía somos ellos. Siguiendo esa estela no os perdáis las reflexiones y propuestas que salgan de esta Conferencia Mundial, pues sin ellos, sin nosotros, no hay posibilidad de alimentar futuros alternativos.