Confiar en la política, votar por la democracia
Los datos sobre confianza y participación política en España muestran una realidad bastante preocupante. De una parte, unos porcentajes de confianza política bajos que, además, han consolidado su tendencia decreciente a raíz de la crisis económica y política. Y de otra, la existencia de una desigualdad en la participación electoral lacerante para nuestra salud democrática, con la existencia de auténticos agujeros negros de la democracia en algunas circunscripciones electorales. Ninguno de estos fenómenos es exclusivo de España, pero no por ello tenemos que ignorar su gravedad ni eludir la necesidad de combatirlos, especialmente ante una cita electoral como la de mañana, en la que tanto nos jugamos.
Por un lado, la serie del CIS sobre confianza política, que abarca desde la década de los noventa del siglo pasado hasta la actualidad, ilustra claramente la pérdida de confianza de la ciudadanía en la política como herramienta para resolver sus problemas. En los primeros años de la serie, el porcentaje se mantiene siempre, con ciertos altibajos, en torno al 50%. La tendencia cambia claramente con el estallido de la crisis y el empeoramiento de las condiciones de vida de millones de españoles, llegando a situarse por debajo del 30% a partir del verano de 2012, momento en que comenzaron a sentirse las consecuencias de las duras políticas de austeridad aprobadas en mayo de ese año por el recién estrenado gobierno del PP. El deprimente dato de febrero de 2019 es de un 33,5%.
Por otro lado, los porcentajes de participación electoral en España no son catastróficos, pero sí bastante modestos cuando los comparamos con los de otros países europeos, aunque es necesario tener en cuenta que hay sistemas electorales donde el voto es obligatorio. Así, según varios estudios del Ministerio del Interior sobre las elecciones, existen tres niveles de participación, siendo los más altos los correspondientes a las elecciones generales, situados generalmente por encima del 70%: en las elecciones de 1982 rozaron el 80%, pero en las últimas, las de 2016, la participación sólo alcanzó el 66,48%. En un segundo nivel estarían las elecciones municipales y autonómicas, donde la participación ha oscilado entre el 63% y el 73%. Y el último nivel lo ocuparían las elecciones europeas en las que, cuando no han coincidido con otros comicios, no se ha superado el 60%. La evolución de la abstención ha tenido picos, pero parece cierto que en los últimos años hemos entrado en un ciclo de abstención creciente.
La disminución de la participación es sin duda preocupante, pero aún lo es más la desigualdad que se observa en la participación por barrios, que es como decir por niveles de renta. Cuando el diario El País publicó El mapa del voto en toda España por vecindario, correspondiente a las elecciones generales de 2016, pudimos comprobar hasta qué punto en nuestras ciudades se dan diferencias preocupantes, incluso vergonzosas, con barrios con niveles de renta altos arrojando una participación en algunos casos superior al 85%, y barrios pobres y excluidos donde ésta difícilmente superaba el 30%.
Es evidente que la abstención se alimenta de desigualdad y exclusión, pero no sólo. También se nutre de la falta de cultura democrática, una cultura que no se fomenta lo suficiente en nuestras aulas ni se alienta como debería ser desde los medios de comunicación. Por supuesto también engorda gracias a la desesperanza, el desengaño, la poca democracia interna de los partidos, el escaso desarrollo de la sociedad civil, el mantra de café sobre que la política y los políticos no valen para nada y son todos iguales, y el movimiento abstencionista antisistema. A todo ello hay que sumarle los efectos de una crisis económica y política que en España ha sido especialmente dura, por cuanto se ha “salido” de ella con unas políticas mal llamadas de austeridad que han pasado una factura muy desigual a la población, una gran parte de la cual ha visto cómo, a la vez que sus condiciones de vida empeoraban, los corruptos, las grandes empresas, los bancos y las grandes fortunas hacían caja.
El cabreo es generalizado, pero resulta que, a la hora de votar, cuando cada voto cuenta igual, los cabreados de los barrios más ricos no dejan de acudir a las urnas, mientras que los de los barrios más pobres, sí lo hacen. Algo que resulta muy conveniente para algunos en estos momentos en los que la revolución neoliberal está vaciando nuestras democracias y privatizando nuestros estados y formas de gobernar; un proceso que, evidentemente, no nos afecta a todos por igual sino en función de nuestro nivel de renta o nuestro género. Siempre es bueno recordar que el neoliberalismo no quiere acabar con el estado y la política, sólo ponerla al servicio del capital y las grandes fortunas. Menor confianza en la política, mejor para su estrategia de cooptación y control de los gobiernos.
Por eso, me pregunto de dónde han salido tantas cuentas y páginas en las redes sociales que llaman a la abstención a jóvenes de izquierdas y antisistema. Creo que el fomento del abstencionismo entre los antisistema de izquierda es un arma con la que juega la nueva internacional de extrema derecha; un arma impecablemente diseñada y manejada y que provoca un espejismo de participación política desde el sofá –una participación de tan poco alcance como las propias patas del sofá.
Sabemos que la participación electoral no es ni debe ser la única manera de participar en política. Ciertamente, el compromiso político no puede ni debe reducirse al acto de votar. De hecho, la propia democracia debería incluir un ejercicio permanente de confrontación de ideas y diálogo que pusiera en entredicho una y otra vez las instancias de poder y de dominación. Sin la acción política de la sociedad civil más allá de la participación electoral, la presión política quedaría en manos de los lobbies empresariales, los colegios profesionales, o las iglesias, organizaciones con más medios y recursos y mayor acceso a los centros de poder y toma de decisiones. Esa acción política ciudadana es esencial para el seguimiento de la acción política institucional y para controlar los procesos de rendición de cuentas, tan ajenos a la cultura política española.
Por eso resulta especialmente sangrante que sean precisamente esas otras formas de hacer política a las que apelan muchos de los que hacen campaña en favor de la abstención, distinguiendo la abstención pasiva –la “mala”–, que significa “pasar” de toda acción política, de la abstención activa –la “buena”–, que supone una implicación en espacios de participación política ciudadana autogestionada, pero sin confiar el voto a ningún partido.
Bajo mi punto de vista, ambos tipos de abstención son perjudiciales, pues si hay algo que define a la participación política en las elecciones es que es el mecanismo de participación que más nos iguala. Y esta dimensión no es baladí. En las elecciones, el voto de una Kelly vale igual que el de un CEO. En otros ámbitos, la participación no es igualitaria. No lo es entre mujeres y hombres, porque las mujeres tenemos menos tiempo disponible al día que los hombres (en España una hora menos de media al día, según las encuestas de empleo del tiempo) y menos voz, menos autoridad en el imaginario y en la realidad social, por lo que acabamos autoexcluyéndonos de muchas de esas esferas. No lo es entre grupos, colectivos, barrios que viven realidades diferentes a causa de una desigualdad económica, social, política y cultural en galopante aumento. Por todo ello, no puedo considerar la abstención como una forma de protesta, sino como una derrota, especialmente en el contexto actual.
Siempre hay alternativas. No malgastemos lo que tanto costó conseguir. La mejor manera de poner a los gobiernos a trabajar en pos del bienestar común y la justicia social es ejerciendo nuestro derecho al voto y continuar después fortaleciendo nuestro compromiso a través de la participación política en la sociedad civil. Como decía Thomas Jefferson, autor principal de la Declaración de Independencia de los EEUU y tercer presidente de ese país, los gobiernos que tenemos son los elegidos no por la mayoría de la población, sino por la mayoría de aquéllos que han participado con su voto. Por eso es fundamental revertir el proceso abstencionista volviendo a confiar en la política como forma de salvaguardar nuestra democracia. La urgencia del momento lo requiere. Voten, por favor, y háganlo con humanidad, con la cabeza, y no con las tripas atadas con banderas. Háganlo por el bien de todas las personas.