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“Sólo” y la tilde de la nostalgia

Elena Álvarez Mellado

15 de enero de 2017 19:57 h

Más que la cebolla en la tortilla, más que los grumitos del Colacao, un cisma divide irreconciliablemente a las dos Españas: la tilde en sólo. Durante años la RAE recomendó usar la tilde cuando solo fuese equivalente a “solamente”, hasta que en la Ortografía de 2010 la desterró al rincón de las tildes demodés como ya pasó con fué, á y otros vestigios acentuales. Un reducto no despreciable (incluyendo ilustres académicos) se declaró insumiso ante esta nueva disposición ortográfica. ¿La razón? Aseguraban que sin la tilde, solo pasaba a ser ambiguo. Lejos de ser una disquisición peregrina entre especialistas, la tilde en solo despierta ánimos encendidos en los no pocos hablantes que la defienden con pasión:

Hace unos días, El País titulaba así en su primera plana:

El gobierno tramitará solo las leyes que pacte previamente con el PSOE

Y al olor del titular no tardaron en salir las hordas de tildianos tradicionalistas para señalar con gran indignación que, ante ese solo destildado, era imposible interpretar el titular.

¿Tramitaba el gobierno las leyes en soledad? ¿O se refería a que las leyes pactadas con el PSOE serían las únicas que el gobierno que tramitaría? A pesar de las lamentaciones de los nostálgicos de la tilde, con un poco de comprensión lectora y asumiendo que la interpretación más sencilla es la más probable, el titular de El País no resultaba ambiguo: si el gobierno pacta las leyes con el PSOE, entonces necesariamente no las tramita en soledad sino que solamente va a tramitar esas. Como casi siempre en lengua, el contexto nos permite interpretar adecuadamente el titular.

Pero el tildiano común es pertinaz y suele desplegar en cuanto surge el debate un arsenal de ejemplos con solo descontextualizados para intentar demostrar que esa tilde es irrenunciable. Estuve en casa solo una hora. ¿Estuve solamente una hora? ¿Estuve sin nadie más? Lo que los tildianos olvidan es que cualquier producción lingüística desprovista de contexto es potencialmente ambigua. De hecho, la propia palabra “solo” es ambigua en otros muchos contextos sin que haya tildes que lo resuelvan. Me tomé un café solo. ¿Sin leche o sin compañía? No se oye a la desnortada tildesía bramar por este caso.

Y es que solo es una de las numerosísimas ambigüedades que tiene la lengua. Nadie se plantea tildar éntre, sóbre, cábe, bájo, pára, a pesar de que todas ellas son palabras en las que la preposición coincide con un verbo conjugado. El uso diario de la lengua está cuajado de frases potencialmente ambiguas que de facto no lo son porque las frases no se producen aisladamente, y la situación y el contexto suelen ser suficientemente explícitas como para que una de las interpretaciones resulte evidente, sin necesidad de poner tildes a lo loco: vi a la niña con el telescopio; te espero en el banco.

De hecho, los defensores a ultranza de las tildes diacríticas se olvidan de que esa tilde que con tanta pasión defienden en la escritura como imprescindible es inexistente en la lengua hablada, sin que ello conlleve mayor problema de comprensión. Cuando tenemos la mala fortuna de encontrarnos ante una frase verdaderamente ambigua en una conversación, lo habitual es que el interlocutor pregunte para salir de dudas. Los chistes son especialistas en explotar estos dobles sentidos que, más allá de la broma, no suelen plantear problemas reales de interpretación:

Entonces, si solo no es más que otra palabra ambigua de tantas y no supone mayor problema que en los demás casos, ¿a qué tanto ruido? En último término, lo que las convicciones tildistas esconden en la mayoría de los casos es pura nostalgia de en mis tiempos lo hacíamos así, más morriña de los cuadernos Rubio que argumento racional. La tilde en solo es el pañuelo de tela o el reloj de bolsillo de la ortografía: poco práctico, conservador, desfasado, pero los nostálgicos que lo usan están convencidos de que les hace parecer más distinguidos.

Vaya por delante que, lo diga la Academia o el papa de Roma, los hablantes somos soberanos y tenemos potestad total para escribir y hablar como queramos sin reconocer más autoridad que el entendimiento mutuo entre hablantes. Decidir tildar solo por nostalgia es tan válido como cualquier uso que un hablante quiera hacer de la lengua. Pero merecería la pena pararse a pensar en las consecuencias que nuestras filias acentuales tienen sobre el sistema ortográfico en general.

Cuando defendemos la tilde en solo, estamos engordando innecesariamente la pila de excepciones y casos especiales del idioma. Y cuantos más casos hay que memorizar para saber escribir de acuerdo a la norma, menos accesible resulta la lengua. Y es que nuestras preferencias ortográficas van más allá de lo individual: defender la tilde en solo es complicar innecesariamente el sistema de escritura a los que están por llegar y a quienes nuestras nostalgias ortográficas les dicen más bien poco (niños, hablantes de otras lenguas, analfabetos), haciéndolo además desde la comodidad de quien ya se lo sabe y no tiene que hacer el esfuerzo de aprendérselo.

Resistirse a eliminar la tilde en solo por nostalgia es como oponerse a que desaparezcan los bordillos de las aceras arguyendo que “en mi infancia nunca hubo rampas de accesibilidad”. Que la relación entre cómo se pronuncian las palabras y cómo se escriben sea transparente y que el sistema ortográfico resulte lo más racional y usable posible para todos no es solo una cuestión de estética o de obediencia a una norma. Es una forma de justicia social que construimos entre todos los hablantes.

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