El derecho a la vivienda y Adam Smith
Escribió John Kenneth Galbraith en su muy recomendable Historia de la economía que La riqueza de las naciones es, junto con La Biblia y El Capital de Karl Marx, “uno de los tres libros que los eruditos de pacotilla creen tener derecho a citar sin haber leído”. No tenemos por qué dudar de que el señor Ignacio Aguado, vicepresidente de la Comunidad de Madrid, sí lo haya leído ni debemos tomarle por un “erudito de pacotilla”, pero el modo en que invocó a Adam Smith para oponerse a cualquier tipo de regulación pública del mercado de vivienda reproduce una imagen como poco simplista del pensamiento del gran ilustrado escocés y, lo que es peor, no aporta absolutamente nada a la solución de un grave problema social.
La lectura de La riqueza de las naciones a quien piense en Adam Smith como defensor de un capitalismo sin restricciones le puede deparar notables sorpresas. Fue, sin duda, un decidido partidario del librecambismo pero en absoluto dogmático, como lo prueba su opinión favorable a las leyes de navegación y el control de la usura, que justifica de manera inequívoca afirmando que “todo ejercicio de la libertad natural de unos pocos individuos que ponga en peligro la seguridad de toda la sociedad es y debe ser restringido por las leyes”.
La gastada metáfora de la mano invisible aparece una sola vez a lo largo de más de mil páginas y una vez más en su otra obra magna, La teoría de los sentimientos morales, y proviene, antes que de ningún postulado económico, de la convicción moral de que un profundo sentimiento de simpatía mueve al ser humano a alcanzar el bien común cooperando con sus semejantes al tiempo que busca satisfacer su propio interés. Deducir de aquí la exclusión absoluta e intemporal de cualquier intervención pública en la economía es, como mínimo, una osada simpleza. El principio en torno al cual gira el conjunto de la obra, y que se enuncia en su mismo inicio, nos dice que el trabajo es el fondo del que deriva toda la riqueza de una nación (“el suministro de cosas necesarias y convenientes para la vida”), hasta tal punto que tanto la renta de los terratenientes como el beneficio de los empresarios procede en última instancia del valor que el trabajo incorpora a los materiales y a la tierra sobre los que se realiza. Lo que significa que ya en Adam Smith late la idea en la que Marx fundamenta su noción de plusvalía.
Pero lo que más puede asombrar al lector actual confundido por el tópico es la dureza con la que se refiere a los empresarios, de quienes asegura que, a diferencia de los terratenientes y los trabajadores, no sólo no tenderán a moverse por interés coincidente con el general, sino que lo harán con frecuencia justo por el opuesto a éste. Les acusa de perseguir siempre ensanchar el mercado y estrechar la competencia, por lo que advierte con severidad frente a cualquier propuesta de ley que venga de esta “clase de hombres”, “que tienen generalmente un interés en engañar e incluso oprimir a la comunidad”.
Resulta difícil captar el significado exacto del llamamiento hecho por el señor Aguado a confiar en Adam Smith y al efecto salvífico de la oferta y la demanda. Del sistema general de La riqueza de las naciones no cabe inferir con certeza ni el respaldo ni la exclusión de una regulación de precios. Adam Smith asume como presunción que la falta de intervención política aproximará el precio de mercado al precio natural. Pero también reconoce la excepción que a las viviendas en las ciudades otorga la ubicación y la limitación del territorio, lo que le lleva a proponer un gravamen regulatorio sobre el suelo.
Sí se nos antoja seguro, en cambio, que le hubiese repugnado la venta de viviendas sociales a fondos de inversión efectuada en Madrid, dado que los fondos no accedieron a ellas precisamente en un mercado libre y que resulta manifiesta la intervención de la Administración a favor de determinados intereses particulares, esencia del gran mal que Adam Smith odia en el mercantilismo.
La conocida como ley de la oferta y la demanda fue formalizada por Alfred Marshall a finales de siglo XIX sintetizando la percepción de Adam Smith y David Ricardo, que conferían mayor peso a la oferta y el coste de producción en la determinación de precios, y la noción de utilidad de los marginalistas que veían preponderante la demanda. A lo largo del tiempo, ha sido objeto de multitud de correcciones, siendo quizá la más trascendental la que acometieron de modo simultáneo pero por separado Joan Robinson y Edward Chamberlin al probar que no existen mercados de competencia perfecta en el mundo real. De modo que tampoco esta bandera por sí sola nos arregla nada. Y aun si se repara en la distinción entre demanda absoluta y demanda efectiva (con capacidad de compra) que tan sencilla y magistralmente explica Adam Smith, nos percataremos de que cabe que la oferta de viviendas encuentre una demanda suficiente de personas y empresas que no las necesitan para vivir, fijándose un precio fuera del alcance de muchos ciudadanos, que quedarán así en la calle. Y esto vulnera el artículo 47 de la Constitución, que obliga al señor Aguado más que su inspiración doctrinal.
Adam Smith es un clásico, como lo son Karl Marx, John Stuart Mill, Alfred Marshall o Keynes. La lectura somera de cualquier texto suyo nos hará ver la naturalidad con que cada uno de ellos aprovechaba los hallazgos de los demás, tan diferente de la chata división del mundo en buenos liberales y malvados intervencionistas, o viceversa, que conduce a responder con la misma vulgar consigna a cualquier pregunta sea cual sea el contexto. Son clásicos porque su amplitud de miras les permitió encontrar un nuevo enfoque a los problemas que obsesionaron a sus contemporáneos, lo que hace útiles sus ideas más allá de su época –que no inmunes al envejecimiento–. Pero ningún clásico ilustre nos ahorra el esfuerzo de pensar por nosotros mismos, ni de analizar de manera concreta la realidad concreta que afrontamos. Y menos que a nadie a nuestros representantes y gestores públicos, a quienes tenemos derecho a exigir un poco menos de pereza mental y algo más de realismo.
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