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Una larga anormalidad

Ambiente de las calles de la capital tinerfeña a primera hora de la mañana este miércoles de la séptima semana del estado de alarma

Clara Serra

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“La nueva normalidad tras el coronavirus llegará con el verano”, “¿Cómo será ir a un restaurante en la nueva normalidad?”, “Así será ir al cine durante la nueva normalidad”. La expresión se ha instalado con rapidez y, por supuesto, las críticas furibundas de las derechas y sus voceros, embarcados hace tiempo en un obsceno espectáculo de acoso y derribo al Gobierno, no se han hecho esperar. Lo cierto es que el tono orwelliano y distópico del concepto es evidente para cualquiera. Tan cierto como que no es un invento de Sánchez, y que, aunque nuestro presidente y el Gobierno se han empleado a fondo en ponerlo en circulación, el invento lo ha patentado la OMS. La “nueva normalidad” ha llegado, como el virus, para todos y a la vez; está siendo usada por los gobiernos (de derechas o de izquierdas) de muchos países y criticada por oposiciones (de derechas o de izquierdas) de muchos países.

Conspiranoias aparte, la crítica es muy necesaria. La (tramposa) ventaja de un oxímoron como este es que nos sirve para una cosa y su contraria; nos sirve para hablar de algo que puede ser nuevo (anormal), viejo (normal), normal (viejo) y no-normal (nuevo). Pero para lo que no nos sirve es para separar lo nuevo y la normalidad. Y eso es imprescindible para preguntarnos si queremos que todas las novedades de estos meses se conviertan en nuestra forma de vida normal. Entre las próximas novedades vamos a tener, menos abrazarnos, mas aislamiento social, institutos con clases a distancia o el teletrabajo como única opción. Pero no porque hayamos elegido que eso venga para quedarse. Muchas de esas cosas serán por necesidad.

En tiempos como los que vivimos, el lenguaje es altamente performativo y constituyente y delimita los márgenes y posibilidades del mundo que vendrá después. Uno de los riesgos es que lo que venga sea la vieja normalidad y que, una vez la amenaza del virus se aleje, no haya cambiado nada. Otro de los riesgos es que el mundo cambie, pero cambie a peor, que se normalicen cosas como el aislamiento social o la libertad condicional pero nuestra normalidad no incorpore cosas como una forma de vida más ecológica, una sanidad pública blindada ante los recortes, un reconocimiento efectivo de los cuidados o una fortalecida institucionalidad internacional.

El primer tipo de cosas las tenemos encima ya, el segundo tipo de cosas no podemos fecharlas en el calendario de junio. El primer tipo de cosas han llegado bajo la forma de prescripciones de científicos y recomendaciones de la OMS, el segundo tipo de cosas solo podremos conquistarlas con un debate político. El problema de este nuevo concepto es que confunde, de manera peligrosa, las novedades que nos van a venir impuestas por necesidad con la forma de vida futura que debemos debatir y decidir en común.

No se trata solo de un par de palabras, la expresión es el síntoma de un riesgo de fondo: la confusión entre la tecnocracia y la democracia, entre la ciencia y la política, entre lo que tienen que decir los médicos y lo que tiene que decir la ciudadanía. Los gobiernos, examinados electoralmente por una población asustada que quiere dejar el miedo y la incertidumbre atrás, tratarán de dar cuanto antes la sensación de vuelta a la normalidad. Pero conviene que nuestros deseos y nuestros miedos no se alíen con los gestores al mando o los expertos en demoscopia de los partidos si eso juega en contra de nuestra libertad. O, peor, con los que justifiquen más control autoritario a cambio de una científica seguridad total. A la izquierda especialmente nos conviene no normalizar en exceso lo que vamos a vivir durante un tiempo no solo porque no tendremos vacuna sino porque vamos a ser embestidos por una crisis económica que promete ser descomunal.

El año que tenemos por delante está lleno de incertidumbres y tendremos que abordarlas sin la tentación de negarlas o encomendarnos a quien nos prometa que van a desaparecer. Vamos a tener que atravesar tiempos excepcionales imaginando, esperando y exigiendo que muchas de las novedades pertenezcan más que a una nueva normalidad a una larga anormalidad. La nueva forma de vida que surgirá de esta crisis mundial puede ser más el resultado de nuestra entrega a soluciones mágicas -rápidas y autoritarias- o puede ser el resultado de un proceso más democrático en el que no renunciemos a debatir y decidir colectivamente nuestro futuro. De nuestra resistencia a dar por normales algunas de las medidas que nos van a tener que acompañar un largo rato y de nuestra capacidad para atravesar esa incertidumbre sin rendirnos antes de tiempo dependen nuestras posibilidades de construir, el día de mañana, una normalidad más ambiciosa, más exigente con nuestros derechos y menos dispuesta a recortar nuestras libertades. Para que la normalidad que venga sea, además de nueva, una normalidad mejor, tiene que ser decidida por nosotros y nosotras mismas, pertenece a esas cosas que no puede ni prescribir, ni recetar, ni calendarizar, ni inventar la OMS.

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