El neomachista discurso de la discriminación masculina
Una de las consecuencias más terribles del caso de Juana Rivas – más allá de su drama personal, del laberinto procesal y de los muchos errores cometidos en su defensa y, por supuesto, de la constatación de las múltiples fallas de nuestro ordenamiento jurídico y de nuestro sistema judicial para proteger adecuadamente a las víctimas de la violencia de género – ha sido el rearme de los discursos machistas y neomachistas que en los últimos tiempos han encontrado en las redes sociales un espacio ideal de expansión. Y hablo de neomachismo para referirme a todas esas construcciones ideológicas que usan aparentemente nuevos conceptos y paradigmas para en el fondo seguir defendiendo a ultranza los dividendos patriarcales. Unas construcciones que han ido incluso creando sus propios mitos, como el de las denuncias falsas, con los que pretenden armarse de razones.
La figura de Arcuri se ha convertido, sobre todo para muchos hombres que son prisioneros de la ira y el resentimiento frente a unas mujeres que han sido capaces de plantarles cara y convertirse en sujetas autónomas, en una especie de héroe a través del cual están expresando toda una construcción ideológica que insiste en la victimización masculina y que supone una rearme patriarcal frente a las progresivas conquistas de nuestras compañeras. Arcuri ha acabo convertido, no sé si siendo él consciente del todo, en una especie de portavoz de todos esos varones que llevan más de una década argumentando contra la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género; que han encontrado en el término “feminazis” el calificativo más facilón con el que desprestigiar a las que llevan siglos luchando por la democracia y que, por supuesto, encuentran todo tipo de aliados y de aliadas, a veces en los lugares más insospechados, en la cruzada contra lo que ellos llaman la “ideología de género”.
La gran paradoja de los discursos de estos individuos, y de algunas individuas que son cómplice de ellos por acción u omisión (que también las hay), es que son precisamente sus pretendidos argumentos los que nos sirven de prueba evidente de la pervivencia del patriarcado y la urgente necesidad, todavía hoy, de articular mecanismos legales y políticas públicas para erradicarlo de la faz de nuestras democracias. Solo desde una reacción patriarcal y profundamente machista es posible soltar eso de que los hombres en este país estamos discriminados, como ha manifestado el abogado del “héroe” italiano, justo además el día después de que todos hemos visto en los medios de comunicación las imágenes de la inauguración del año judicial en las que hemos podido constatar de qué manera continúa funcionando la cuota del 100% masculina. Unas fotografías que no solo tienen significado cuantitativo por la ausencia de las mujeres en la cúpula del poder judicial sino que también poden de manifiesto el freno cualitativo que supone seguir teniendo una judicatura androcéntrica y que reproduce con tanta facilidad sesgos machistas en la aplicación e interpretación de las leyes.
Decir que los hombres de este país estamos discriminados no es solamente un ejercicio de machismo y de resentimiento, sino también de ignorancia. Porque basta con analizar cualquier estadística, cualquier dato objetivo de la realidad, de esos que no son opinables, para constatar que seguimos ocupando una posición de privilegio y que ellas, nuestras compañeras, son las que continúan teniendo muchas más dificultades que nosotros para tener un trabajo digno, para ocupar posiciones de poder o en definitiva para construir autónomamente sus proyectos de vida. Todo ello por no hablar de las cifras que nos muestran el drama de las múltiples violencias que sufren y que no solo son las que podemos encuadrar en el tipo estricto de la denominada “de género” sino que tienen que ver con todas las que contribuyen a mantenerlas en un estado de subordinación.
Es justamente ese estado de subordinación, que se traduce a su vez en múltiples discriminaciones que además se multiplican entre ellas, el que legitima que nuestro ordenamiento jurídico adopte acciones positivas, cuya finalidad no es otra, como bien ha justificado el Derecho de la Unión Europea y por supuesto nuestro Tribunal Constitucional, que remover los obstáculos que impiden que las mujeres puedan acceder a determinados bienes o al ejercicio de determinados derechos en igualdad de condiciones con nosotros. Tal y como además ordena el artículo 9.2 de nuestra Constitución. Un objetivo que lógicamente sería inalcanzable si aplicáramos la estricta igualdad formal de la ley ya que los resultados de ésta son injustos cuando el punto de partida de los individuos a los que se aplican son desiguales. Algo que parece evidente en el caso de las mujeres, si nos ajustamos, como antes apuntaba, a las estadísticas que nos hablan de su lugar en la sociedad. Unos datos que no son “ideología” sino el resultado perverso de una construcción de “género” que nos hace histórica y culturalmente desiguales en función de nuestro sexo.
Y es justamente esa interpretación del principio de igualdad en la que se apoyó nuestro Tribunal Constitucional al enjuiciar la constitucionalidad de la LO 1/2004. Una ley que, recordemos, fue aprobada por unanimidad de todos los grupos parlamentarios. La interpretación del TC no deja lugar a dudas: “No es el sexo en sí de los sujetos activo y pasivo lo que el legislador toma en consideración con efectos agravatorios, sino el carácter especialmente lesivo de ciertos hechos a partir del ámbito relacional en el que se producen y del significado objetivo que adquieren como manifestación de una grave y arraigada desigualdad” (fundamento jurídico 9º, STC 59/2008, de 14 de mayo). Una sentencia que no estaría de más que Arcuri y sus asesores jurídicos releyeran antes de decir barbaridades en los medios de comunicación y de lanzarse al heroísmo de cuestionarla, no sé bien a través de qué herramienta procesal, ante los tribunales italianos. Un posicionamiento que huele a grito desesperado de sujeto que no se resigna a perder sus privilegios y que no ha entendido que los derechos humanos, como bien explica su compatriota Luigi Ferrajoli, no son otra cosa, o no deberían ser otra cosa, que “la ley del más débil”.