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Hasta la coronilla de tanto escritor

Antonio Orejudo / Antonio Orejudo

Nunca ha habido tantos escritores como hoy. También hubo muchos, aunque no tantos, durante el llamado Siglo de Oro, que en realidad fueron dos siglos, el XVI y el XVII.

La diferencia entre aquella época y la nuestra es que mientras hoy los lectores disminuyen, entonces aumentaban sin parar.

¿Por qué?

Porque la imprenta, que se había inventado a finales del siglo XV, abarató tanto los libros que provocó una especie de fiebre lectora entre los miembros de una nueva clase social —la incipiente burguesía nacida del comercio—, que querían ser cultos, o al menos parecerlo.

Era lógico que esta ampliación del público lector, este aumento de la demanda de producción escrita, invitara a tomar la pluma y dedicarse a escribir.

Lo que no tiene sentido es que el número de escritores, como sucede hoy, sea inversamente proporcional al de lectores. En España nadie lee, se dice, porque todo el mundo está escribiendo.

Quizás por eso, nuestra época no ha visto semejante concentración de talento: en el breve intervalo de doscientos años publicaron su obras narradores como Cervantes, dramaturgos como Lope de Vega o Calderón y poetas como Garcilaso, Góngora o Quevedo, por citar solo los más conocidos.

Pero no todo es glamour. Al lado de estas estrellas mediáticas, que salen en todos los libros de texto, hubo también un puñado de buenos escritores, que hoy son poco conocidos; una amplia nómina de escritores regulares, que hoy nadie conoce; y un nutrido ejército de escritores rematadamente malos, que han quedado en el olvido.

Los escritores, al contrario que otros profesionales, siempre han disfrutado mucho ridiculizando a sus colegas, sobre todo a los más torpes. Hay sátiras contra los malos escritores en la literatura griega, en la latina y por supuesto en la del Siglo de Oro.

La figura del escritor mediocre y pretencioso debía de hacerle mucha gracia a Cervantes, porque la saca en varias de sus novelas.

Hoy vamos a hablar de una de ellas, poco leída, que se titula Viaje del Parnaso. Está escrita en verso, pero es una novela, es decir una narración.

Una aclaración antes de seguir: durante el Siglo de Oro se llamaba poesía a lo que hoy nosotros llamamos literatura, y poeta a lo que hoy nosotros llamamos escritor.

De hecho, esta costumbre llegó hasta nosotros.

Yo recuerdo haber estudiado en el colegio con un libro que distinguía, para confusión de los niños, entre poesía lírica (nuestra actual poesía), poesía épica (nuestra actual novela) y poesía dramática (nuestro actual teatro).

El Viaje del Parnaso es una sátira contra el mundillo literario, contra los malos poetas de entonces (es decir: contra los malos escritores), pero también contra los buenos, a los que suelta alguna que otra pullita.

El libro se publicó en 1614, cuando Cervantes era “un poetón ya viejo”, curado de espanto y con una visión socarrona de su propia existencia de escritor casi fracasado.

Porque Cervantes nunca fue reconocido por sus contemporáneos como un escritor a la altura de Lope de Vega, quince años más joven.

Para Lope y para los que venían detrás —Góngora, a quien Cervantes saca 14 años; y Quevedo, un chaval 33 años menor que él—, Cervantes era un plumilla de segunda división.

La amargura que esto le provocaba se percibe, aunque atenuada por la ironía de la sátira, en algunos pasajes de este libro.

Hay una anécdota que siempre le escoció.

Situémonos en 1610. Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, es nombrado Virrey de Nápoles, algo así como Delegado del Gobierno en aquella región italiana, que entonces pertenecía a España.

Ya hemos visto que en el Siglo de Oro la literatura estaba de moda. Cómo sería la cosa que el conde de Lemos, antes de tomar posesión, le pide a su secretario que confeccione una lista de escritores a los que quiere llevarse becados, diríamos hoy, para que escriban allí, para que le dediquen sus obras y le organicen academias, tertulias literarias.

Su secretario es un tal Lupercio. Lupercio Leonardo de Argensola, un poeta de segunda, desconocido para quien no sea muy aficionado, pero que entonces gozaba de bastante prestigio y de mucho poder.

Lupercio elige para esta beca tan apetecible a un puñado de escritores insignificantes entre los que se encuentra su hermano Bartolomé, y deja en tierra a Góngora y a Cervantes, que aunque ya era un sexagenario con gusto hubiera vivido una temporada en Nápoles.

¡Vaya ojo que tenía el amigo Lupercio!

En el Viaje del Parnaso Cervantes aprovecha la ocasión para quejarse de él y de su hermano —los Lupercios—, “que tienen para mí” —dice—, “a lo que imagino, / la voluntad, como la vista, corta”.

Hasta el argumento parece una respuesta a su amargura: un tal Miguel de Cervantes emprende viaje al monte Parnaso, el lugar sagrado de los poetas, según la mitología griega. El lugar sagrado de los buenos poetas. Los malos no podían entrar allí si no era al asalto.

Y de eso precisamente trata esta sátira.

Al llegar al puerto de Cartagena, Cervantes ve atracar un barco a bordo del cual va Mercurio, el dios (el patrón, diríamos hoy) de los viajeros.

Mercurio avisa a Cervantes de que un ejército de malos poetas está preparándose para asaltar el Parnaso, y le da, de parte de Apolo, una lista de poetas a los que hay reclutar para que defiendan la montaña sagrada.

Así como La Meca es la ciudad sagrada de los musulmanes y Hollywood la meca del cine, los poetas también tenían la suya, sólo que en su caso se trataba de un lugar imaginario.

Bueno... no totalmente imaginario. El monte Parnaso existe, está en Grecia, es muy alto, se puede esquiar en invierno, pero allí no vivió jamás Apolo, el dios de la poesía, ni lo habitaron tampoco las Musas, inspiradoras de las artes. Este es su aspecto real:

Y así de idílico se lo debían de imaginar los poetas, según el pintor francés Nicolas Poussin:

Habíamos dejado a Cervantes leyendo la lista de poetas que había que reclutar para luchar contra la mala poesía. Y en eso estaba cuando de repente todo se oscureció, el agua se mezcló con la tierra, la tierra con el aire, el aire con el fuego...

y entre medio de este gran desasosiego

llovían nubes de poetas llenas.

Sí, empiezan a llover poetas como llovían sapos en la película Magnolia. Cientos de poetas que van cayendo, uno a uno, como gotas de lluvia grotesca sobre la cubierta de la galera: llueve un Quevedo, llueve un Góngora, llueve un Lope, un Rioja... Y así hasta que la nave se llena y parte hacia el Parnaso.

Durante la travesía los poetas se entretienen intentando comprender versos difíciles, cantando sus propias canciones, componiéndolas, recitando poemas propios o alabando el cuerpo de sus amadas, todo el cuerpo, dice Cervantes, incluyendo partes tan poco poéticas como los riñones y la saliva.

En el Parnaso son recibidos por Apolo, que les tiene preparada una fiestecita de bienvenida, pero la celebración se interrumpe cuando el fiero ejército enemigo aparece a los lejos.

Tachán, tachán.

La batalla entre los buenos poetas que están en el Parnaso y los malos que quieren entrar no tiene nada de heroica. Es una parodia de las narraciones militares: unos poetas lanzan libros, otros se arrojan sonetos, allí dos se hieren con rimas afiladas, más allá dos enemigos se golpean con sátiras contundentes y unos a otros se disparan novelas de grueso calibre.

Al final vence la buena poesía y Cervantes regresa a Madrid, donde algunos poetas que se lo tropiezan por la calle se enfadan con él por no haber sido llamados a la guerra, una reacción que recuerda a los enfados de los poetas actuales cuando no son incluidos en esta o en aquella antología.

El libro termina con un capítulo en prosa titulado “Adjunta al Parnaso”, donde se cuenta que a los pocos días de llegar a casa, Cervantes recibió una carta de Apolo en la que éste le puso al corriente de las últimas noticias y donde le anunció que había dictado una ley para los poetas españoles.

La ley es otra sátira contra el comportamiento de los poetas, que ordena entre otras cosas obligarlos a ingerir alimento cuando al ser invitados a comer juren haber almorzado y no tener hambre.

Y así termina el libro.

¿Es el Viaje del Parnaso una obra autobiográfica, que Cervantes publica dos años antes de morir?

Pues en cierto modo sí: el personaje principal y narrador de la historia es un escritor poco reconocido que se llama Miguel de Cervantes, los poetas que aparecen existieron de verdad y en algunos pasajes como el citado de Argensola se puede rastrear la huella de sucesos reales.

¿Cómo no acordarse de los Lupercios y del mal trago de la beca de Nápoles al ver a Cervantes leer en voz alta la lista de los seleccionados para defender el Parnaso?

Para eso sirve la literatura, para vengarse de la vida y restituir, aunque sea precariamente, la justicia que la realidad niega: gracias a la ficción, es ahora Miguel de Cervantes, y no Lupercio Leonardo de Argensola, el que selecciona a los viajeros.

Y sin embargo, todo lo que se cuenta es imaginario.

Cervantes utilizó en ese libro eso que hoy llamamos autoficción, tan frecuente en la narrativa española de los últimos años, y que algunos consideran un hallazgo contemporáneo.

Entre los escritores que llueven y los que a lo largo del libro van uniéndose de manera más ortodoxa al ejército de la buena poesía, Cervantes cita en total, con nombres y apellidos, a más de cien poetas contemporáneos. ¡Cien poetas contemporáneos!

Aparte de los indiscutibles —Góngora, Quevedo, Lope, Herrera, Rioja y alguno más—, el grueso de ese ejército está formado por poetas que hoy sólo conocen los especialistas.

Y eso sin contar a los militantes del ejército enemigo, a los centenares de malos poetas que quizás tuvieron algo de reconocimiento en su época, pero que hoy han están completamente olvidados.

Da vértigo trazar una paralela de esta burbuja literaria en nuestro mundo, y pensar que de todos los escritores actuales que luchan por entrar en el Parnaso desde la mesa de novedades, con el correr de los siglos sólo quedarán un par de nombres o tres. No creo que lleguen a cuatro.

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