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¿Nombramientos no partidistas? ¡Qué costumbre tan absurda!

Miguel Ángel Presno Linera

La exigencia de que el nombramiento de todos o la mayoría de los componentes del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o el Consejo General del Poder Judicial se produzca por amplia mayoría de las Cortes Generales pretende evitar que la formación mayoritaria los designe de manera unilateral, con el consiguiente riesgo de parcialidad.

Ahora bien, ese requisito puede impulsar una buena elección de esas instituciones o una composición partidista de las mismas. En teoría, no se trata de llegar a un acuerdo que refleje y consagre el desacuerdo previo -es decir, las cuotas-, sino de un acuerdo para estar de acuerdo, para conseguir una voluntad única que permita la designación de las personas más capacitadas. En la práctica, estos nombramientos se han utilizado para asegurar la presencia en instituciones no políticas de auténticos “troyanos” de los partidos mayoritarios. Sobre este riesgo ya advirtió el propio Tribunal Constitucional (STC 108/1986) al resolver el recurso de inconstitucionalidad contra los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial que atribuyeron a las Cámaras la elección de vocales de procedencia judicial: “la lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga amantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”.

La situación empeora cuando, como ocurre con frecuencia en España, no sólo la selección se lleva a cabo de acuerdo con afinidades ideológicas, sino cuando los elegidos asumen como propio el acuerdo tomado en sede política. Por mencionar ejemplos bien conocidos, en numerosas ocasiones el nombre del presidente del Consejo General del Poder Judicial (Antonio Hernández Gil en 1985, Pascual Sala en 1990, Javier Delgado en 1996, Carlos Dívar en 2008) se conoció antes del nombramiento de los vocales que tenían que llevarlo a cabo.

Como si lo anterior fuera poco, la comparecencia parlamentaria previa de los candidatos se ha quedado en un burdo remedo de lo que sucede, por ejemplo, en Estados Unidos. Si repasamos la cobertura de vacantes en la Defensoría de Pueblo, la Junta Electoral Central, el Tribunal de Cuentas y el Tribunal Constitucional que se hizo en julio de 2012, vemos que la comparecencia de la candidata a Defensora del Pueblo duró menos de 90 minutos incluyendo su presentación, las intervenciones de los Grupos Parlamentarios –en algún caso meros halagos- y sus respuestas; menos tiempo se dedicó a los futuros magistrados del Tribunal Constitucional y consejeros del Tribunal de Cuentas -45 minutos a cada uno- y miembros de la Junta Electoral Central -30 minutos-. Antes de que compareciera la candidata a Defensora del Pueblo -exdiputada del PP- ya se hizo público que su adjunto primero sería un exdiputado socialista. La última muestra la ofreció el presidente del Consejo de Seguridad Nuclear, que pasó a dicho cargo desde la Secretaría de Estado de Energía luego de una brevísima y complaciente comparecencia parlamentaria en diciembre de 2012.

¿Por qué hablamos de comparecencias para ser examinados cuando se trata de la mera ratificación de los designados por los partidos? ¿Por qué hay el mismo número de comparecientes que el de cargos a cubrir? ¿Por qué le llaman examen cuando se trata de laudatios que llegan a abochornar a los propios candidatos? ¿Por qué en la mayoría de los casos se celebran ante una Comisión de nombramientos y no ante una de parlamentarios expertos en la materia?

Si se pretendiera hacer una elección institucional, tendría que estar presidida por un sistema transparente que permita conocer y valorar los méritos de los candidatos, cuyo currículum debería poder consultarse en las páginas web de las Cámaras, lo que posibilitaría, además de este control “en el Parlamento”, un control “sobre el Parlamento”, en el que deberían implicarse académicos y profesionales del derecho.

Además, las comparecencias tendrían que permitir una auténtica “selección” a partir de los valores y capacidades de cada cual. Eso evitaría la proposición de personas manifiestamente incompetentes, pues no es fácil que puedan responder a decenas de cuestiones como las que, por mencionar un ejemplo, le plantearon a Elena Kagan cuando compareció en el Senado norteamericano antes de su nombramiento como magistrada del Tribunal Supremo: su opinión sobre la constitucionalidad del aborto, del matrimonio homosexual, de la pena de muerte, qué opinaba de la decisión del Tribunal Supremo en los casos Boumediene (Guantánamo), Glucksberg (eutanasia), Simmons (religión en la escuela), etc.

Finalmente, cuando, como sucede en España, cuatro de los miembros del Tribunal Constitucional son nombrados sin comparecencia previa, su reconocida competencia debe ser, precisamente por ello, palmaria. En el año 2005 en Estados Unidos, Harriet Miers, propuesta por Bush, retiró su candidatura por las valoraciones críticas, también de parlamentarios republicanos, que había recibido su escaso bagaje técnico-jurídico. ¡Qué costumbre tan absurda habrá pensado el Gobierno al nombrar a Enrique López!

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