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Libia sigue desangrándose
En septiembre 2017, el exministro libanés de Cultura Ghassam Saleme fue designado nuevo enviado especial de la ONU para Libia, el quinto desde que en 2011 la OTAN contribuyera de forma decisiva a la victoria de los diversos grupos rebeldes sobre la prolongada y estrambótica dictadura de Muamar al Gadafi. Diplomático sin experiencia, Saleme presentó apenas dos semanas después un candoroso plan de acción con el que pretendía convocar elecciones presidenciales y legislativas en un periodo solo de nueve meses y acabar así con la división política, el caos y la guerra civil que asuelan el país norteafricano desde los fallidos comicios de 2014. Un año después, la consulta popular es una quimera, y la fractura política y social, una herida aún profunda y sangrante en la que se ahoga el pueblo libio y en la que chapotean decenas de milicias y de mafias dedicadas al contrabando de armas, personas y combustible, el motor que ha reemplazado a su desaparecida economía.
“Nada ha cambiado en estos meses y nada cambiará a corto plazo. Las elecciones son una farsa, es imposible que todas las partes se pongan de acuerdo y acepten las mismas reglas, y menos a través de la ONU, en la que nadie confía”, se queja con amargura Munira, una joven periodista establecida en Bengazi, capital del este y segunda ciudad en importancia del país. Allí, el gobierno y la fuerza militar están bajo la tutela del controvertido mariscal Jalifa Hafter, un miembro de la golpista cúpula castrense que en 1969 aupó al poder a Al Gadafi. Traicionado años después por un dictador celoso de su emergente estrella, Hafter fue reclutado en la pasada década de 1980 por la CIA y se estableció en Virginia, muy cerca del cuartel general de los servicios de inteligencia norteamericanos en Langley, donde devino en uno de los principales opositores en el exilio. Retornó a Bengazi en marzo de 2011, apenas dos meses después del alzamiento, y cabildeó entre los rebeldes hasta lograr que el Parlamento en Tobruk, actual gobierno en el este de Libia, le designara jefe supremo del antiguo Ejército Regular Libio (LNA). “No creo que las elecciones sean la solución, mira la situación a la que nos han llevado las últimas”, coincide Khaled al Badr, periodista en la misma ciudad. “Hafter es ahora el más fuerte, aunque no lo suficiente para controlar el país. Sin él no hay solución política, y ya ha dejado clara su posición frente a los comicios al asegurar que Libia no está todavía madura para la democracia, idea que cada vez más gente comparte”.
Un pesimismo similar, aunque solo expresado en susurros, sobrevuela Trípoli. Allí está encastillado desde abril de 2016 el llamado Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), al que tutela la ONU, financian Estados Unidos y la Unión Europea y protegen potentes milicias de sustrato salafista. Fruto del proceso de diálogo forzado por el entonces enviado especial de Naciones Unidas, Bernardino León, en 2015, el Ejecutivo que lidera Fayez al Serraj no solo carece de legitimidad democrática; adolece igualmente de respaldo popular y apenas ejerce su autoridad más allá de la antigua capital gadafista. Desde que fuera engendrado, ni siquiera ha logrado uno de sus objetivos primordiales: mantener el control de la Compañía Nacional de Petróleo y Gas (NOC), organismo encargado que gestionar los beneficios generados por el oro negro. El lunes, al menos dos personas murieron y decenas más resultaron heridas en un asalto a la sede de la empresa en la capital llevado a cabo por hombres armados.
Las mayores reservas de África
Según el informe anual de la compañía británica BP para 2018, Libia posee las mayores reservas probadas de petróleo de África con cerca de 48.000 millones de barriles potenciales. La mayor parte de este patrimonio energético se concentra en el llamado golfo de Sirte, una inestable región en el noreste ahora bajo el frágil control de las tropas del mariscal Hafter. La zona es territorio del señor de la guerra Ibrahim Jadhram, líder de una de las milicias que combatieron a Al Gadafi en 2011 y actual jefe de la Fuerza de Protección de las Instalaciones Petroleras, una de miles de milicias que emergieron tras la revolución. Hombre de fidelidades cambiantes, Jadhram lanzó en junio (con respaldo de tácito de Trípoli) una ofensiva fallida para tratar de expulsar a las fuerzas de Hafter, que cuenta con el apoyo de Egipto, Arabia Saudí y Rusia. Apenas un mes después, sus hombres colaboran con los del mariscal para reducir la creciente amenaza en el área del renaciente Estado Islámico.
El resto de las reservas se acumulan en una amplia franja de tierra que arranca en el extrarradio de Sebha, capital del sur de Libia, y desemboca en el puerto de Mellitah, próximo a Trípoli. Allí el control lo ejercen milicias nominalmente aliadas con el GNA, que paga los salarios. En los últimos años, varias de ellas han interrumpido por la fuerza de las armas el flujo de crudo para extorsionar a Trípoli y mejorar así sus condiciones. Las consecuencias de esta doble coyuntura se reflejan en la producción: en los momentos de tranquilidad, Libia apenas alcanza los 800.000 barriles diarios, la mitad que en tiempos de Al Gadafi y una ruina para un Estado en el que el petróleo y el gas suponen el 90% de los ingresos y el 95% de las exportaciones.
Otras dos variantes más complican la ecuación: el enorme peso económico, político y militar que acaparan las ciudades-Estado de Misrata y Zintan y la arraigada presencia en Libia de los diversos grupos yihadistas presentes en todo el Sahel, desde la organización Estado Islámico (que ha comenzado a mudarse a la zona) hasta viejos actores radicales autóctonos como Ansar al Sahria, la organización de al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y Boko Haram. Una reunión de los diferentes líderes fanáticos asentados en Libia y otros países del Sahel, liderada por Iyad Ghali, propició en 2017 la fundación del llamado Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes (GSIM), una nueva organización transnacional con estrechos vínculos y grandes ambiciones en la región que no solo amenaza al norte de África, sino que apunta a Europa. Servicios secretos árabes advierten de que el GSIM mantiene contacto directo con los grupos fanáticos próximos al Estado Islámico que combaten a Hafter en la ciudad de Derna, bastión del yihadismo en Libia. Pero también con las milicias que resisten en Bengazi y las células radicales que se recomponen en el suroeste del país.
Principal puerto comercial, Misrata es un elemento clave para la estabilidad de Libia. Enfrentada al mariscal Hafter, al que considera un criminal de guerra, su posición estratégica entre las dos principales ciudades en conflicto y su fuerza militar (apoyada desde Turquía) han evitado hasta la fecha que el mariscal haya alcanzado su anhelo de ocupar Trípoli. Fragmentada en diversas milicias, la mayoría salafistas, tampoco ha logrado un consenso para apoyar al GNA más allá de la breve alianza que mantuvo en 2016 para expulsar al Estado Islámico de la vecina Sirte.
Disyuntiva perversa
Ausente el Estado, es el contrabando el que domina la economía nacional, y el verdadero nódulo del conflicto. Todo es objeto de comercio, incluidos servicios públicos como la electricidad y el agua corriente, un lujo para una población de apenas seis millones de habitantes en la nación potencialmente más rica del norte de África. Garantizarse un salario obliga a elegir en una disyuntiva perversa: alistarse en una milicia local o sumarse como peón a las redes de tráfico de armas, personas, combustible e incluso alimentos que enmarañan el país y extienden sus tentáculos en toda la región del Sahel.
Las redes más visibles son aquellas que comercian con la miseria de los migrantes, en retroceso gracias a las maniobras de Italia, contrarias a los derechos humanos. Son las más rentables y arraigadas, aquellas por las que transitan las armas y el combustible, y que penetran incluso en Europa. Este negocio mueve miles de millones de euros de forma opaca y conforma el nudo gordiano de un avispero con múltiples aristas e intereses, casi todos económicos. “Nunca se ha abordado de forma seria la cuestión del desarme de las milicias, y es esencial”, insiste Essam, un activista que prefiere mantenerse en el anonimato por razones de seguridad. “Las milicias y el contrabando siempre han existido, incluso antes de Al Gadafi. La diferencia es que él lo controlaba con mano de hierro”, subraya. Un puño que años después de ser amputado, muchos libios dicen tristemente empezar a añorar.
Javier Martín es corresponsal de la Agencia Efe en el Norte de África y autor de Estado Islámico, geopolítica del caos (Catarata).
[Este artículo ha sido publicado en el número 61 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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