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Manual de campaña
Ayer paseaba por Madrid observando, esta vez más de lo que suelo. Pura deformación profesional. Sin muchas diferencias de lo que vería en Sevilla o en otra ciudad. Ya no es lo mismo que cuando venía a la capital hace muchísimo. El panorama es abigarrado, blancos, orientales, morenos con acento de Malasaña o Triana, en sudaderas, abrigos, gorros de todos los colores y paños -estamos en Madrid-; debajo, pelo corto, largo y hasta sin pelo; americanas de vendedor de enciclopedias, abogados o brokers; también acentos, cerca, unas muchachas hablaban catalán. En una plaza, unos jovencísimos policías nacionales me saludan, son de Huelva y están aquí por eso de los refuerzos. Por la noche, cuando iba al trabajo, el conductor del taxi me dice que, defraudado, acaba de terminar su contrato profesional en el ejército.
Así somos, más o menos. No somos unos señores con americana oscura, pantalón gris, mocasines costeados y señoras de peluquería y ropa de boutique. Aunque sea la indumentaria convencional, es eso, una convención que alguien, porque ha tenido la hegemonía de lo políticamente correcto, ha dicho que es el buen gusto y la corrección. Cuando empecé a estudiar Derecho me libré por un curso de tener que ir con chaqueta y corbata a las clases de romano. Hoy los profesores van en vaqueros.
Hasta esta semana, unos señores y señoras se habían erigido en guardianes de lo políticamente correcto en la sede de la soberanía nacional, en el Parlamento. Es decir, en donde se teatraliza ritualmente lo que democráticamente es nuestra sociedad. Un Parlamento que adormecido estaba aislándose ante la indiferencia de la sociedad que representan, una representación mala de lo que somos, alejada en sus propósitos pero también, requisito necesario, en su simbología.
El semblante de Rajoy, no digo la cara, que es otra cosa, era solo una viñeta representativa del pavor del establishment ante el cambio. Las mojigaterías ante las cabelleras o tocados de sus señorías, sus vestimentas o la presencia de un lactante, son solo la pobre reacción de los que se sienten amenazados en su statu quo. Hasta uno de los líderes emergentes no sabía dónde estaba el wáter, se ha contado con sorna, entre o seas y fenomenal, algo que se hubiera arreglado si alguna de las señorías con plaza fija y mapa grabado en el disco duro de su persistencia le hubiera orientado.
Lo ocurrido demuestra que queda mucho por hacer, por la resistencia de lo antiguo y por la novelería de los nuevos, pero algo puede cambiar. Pero después de tantas décadas de experiencia, es preocupante la inconsistencia de la masa gris política y la resistencia orgánica al cambio de las esferas politizadas, desde políticos profesionales y meritorios, a periodistas, allegados y prescriptores culturales de lo correcto. Mientras estamos en plena campaña jugándonos efectivamente mucho, la apariencia de acuerdo es solo eso. Los escarceos de la constitución de Congreso y Senado son la resistencia y la ofensiva, pero además, la constatación de la poca hondura de la clase política y de que tocan elecciones.
El presidente de la Comisión, Junker, ha sido el portavoz de la preocupación en el directorio europeo y financiero por la inestabilidad. Quieren que salga lo que a ellos más le conviene, como ya van avanzando algunas encuestas prêt a porter en los aledaños del poder. La corrupción política e institucional la dan por descontada, algo que no debe extrañar si soplan vientos de Luxemburgo. El mensaje es inquietante: estabilidad, estabilidad para lo suyo, la corrupción generalizada no importa. Para los dirigentes europeos la carrera de San Jerónimo olía a limpio, no habían ni piojos ni ladillas en la mayoría absoluta de Rajoy. Nos dejan, divertidos, que debatamos en profundidad sobre rastas, vestuario de reyes magos, olores, parásitos y niños de teta, lo suyo es la estabilidad aunque la cámara legislativa apeste a corrupción.
Denunciaba Bourdieu esa estrategia del poder de mostrar ocultando. Nos han querido entretener mostrándonos las extravagancias transgresoras juveniles de lo nuevo para ocultar las miserias de lo rancio y caduco. Incluido el temor chic al tercermundismo de los piojos, pero como decía mi abuela: el primer piojo que se mata es el de la lengua.